La noche está pesada, dijo don Eustaquio, Es cosa tuya, las
noches son todas iguales, le contestó su mujer. El día miércoles, el viejo,
tenía que ir a Ayavaca y desde su casa en Ambasal era obligatoria la madrugada.
Quizá debido a esta razón no siguieron la conversación. Acomodaron el fiambre
en unos manteles blancos y se fueron a dormir. La noche iba a ser corta, apenas
hubo tiempo para un último intento de plática: ¿A qué horas te vas?, dijo ella,
A las tres, dijo él, Esperemos que el gallo no se duerma, dijo ella, Ese gallo
no se duerme, dijo él. Así concluyó el diálogo y la noche también.
Ya cantó el gallo, son las tres, sonó la voz de Don
Eustaquio en la oscuridad y rápidamente se levantó y acomodó sus pantalones, la
camisa blanca nueva y su poncho marrón oscuro con listas blanquiazules. Se
calzó y salió, ensilló la mula, colocó las alforjas en el lomo del animal.
Hasta este momento la mujer no había dicho nada. Acomodó, el marido, los
últimos aperos y se dispuso a montar. Por fin dijo algo la esposa desde la
puerta, Parece que es muy temprano, No creo, los gallos no se equivocan, dijo
el marido, y pese a los años de casados se dio tiempo para una broma, Lo que
pasa es que nos quedó chica la noche. Y emprendió el viaje en su mula.
La ladera fue fácil, eso contó después el
jinete. Subieron la primera cuesta y todo iba bien. La segunda cuesta y nada
digno de narrar. Si, ya pasaron el cruce de la carretera y nada nuevo. En la
quebrada se detuvieron, la bestia debía calmar su sed, sin presagiar ni bestia
ni dueño lo que les tenía preparada la noche. Así es como don Eustaquio narró
los sucesos de aquella funesta madrugada.
… Ya pasé la quebrada y quedaba la última cuesta,
que es la más larga. Entonces algo pasó, el ambiente cambió, la misma sensación
de la noche anterior, el aire se puso
pesado y a lo lejos un coro de
perros lanzó su quejido, como si olieran
algo malo. Sentí miedo, pero me consolé diciéndole al animal, no pasa
nada. En mi mula algo había pasado también; empezó a respirar más rápido y
sudaba, sudaba mucho. No pasa nada me dije y seguí. Más en mi mente aparecieron
las historias de caminantes encantados, de los muertos aparecidos, del diablo
jinete, de los duendes engañadores. Hice un esfuerzo por pensar en otra cosa:
en mi mujer y la despedida, en mis hijos que viven lejos, porque así son los
hijos, conforme se crían se van, quise pensar en la chacra y sus verdes frutos
de maíz. Mas las ideas iban y volvían, y ya no eran sólo las ideas, cada
sombra, cada figura en la oscuridad, cada piedra que blanqueaba, parecían que
me miraban y me invitaban a la locura. No pasa nada, dije, ¿quién sabe para
quién?, Mientras mi mula no se pare…
Y la mula se paró. Resolló fuerte, raspaba
la tierra y no quería avanzar. Ni para atrás ni para adelante. La espoleé, le
crucé cuatro chicotazos, dos en cada anca y la mula olía algo, sentía algo,
veía algo. Le volví a picar y zas, zas, zas, zas, cuatro chicotazos más y la
mula no era con ella. No se movió. Ahora si ya tenía miedo. Hice un último
esfuerzo: ula, ula, ula y cuatro más, la mula dio un salto endemoniado y pasó
corriendo. Ya pasé, dije. Pero algo no andaba bien, alguien estaba detrás mío,
como que se alancó de golpe. Podía sentir su aliento caliente, tan caliente que
me quemaba la nuca. No tengo que voltear, pensé… Ya que duda había, algo malo
estaba detrás de mí. ¿El diablo? ¿El muerto?
La mula también sintió su presencia, su
respiración se agitaba hasta salir por todas las partes de su cuerpo, su
caminar lento demostraba el esfuerzo que hacía por llevar doble peso, seguro
que el animal estaba tan asustado como yo.
Y así de repente siento una mano sobre mi hombro, no debo voltear,
decía, luego otra mano en mi otro hombro y yo firme, no debo voltear. Sus manos
empezaron a quemar. No debo voltear, entonces; ¿qué hacer? recé el padre
nuestro y nada, el santísimo y nada, el buen caminante y nada. El metal asusta
al diablo, había escuchado decir, ¿pero de dónde saco un metal? Ni espada, ni
chaveta llevo. ¡Los cigarros! Recodé que mi compadre Juan Yanayaco contó en el
velorio del finado Segundo Cunya, que el tabaco corría al demonio. Claro no me
acordé de todo en ese ratito pero si me acordé de los tabacos y que tenía
algunos en mi bolsillo. Metí las manos a los bolsillos y mis brazos quemaban
más, saqué de uno de los bolsillos un cigarro y del otro un fósforo, no sé cómo,
pero era de vida o muerte todo o nada. Hasta entonces mis manos quemaban, mis
brazos, el pecho, el estómago, las piernas, todo quemaba, ardía, no sé cómo, les dije, pero
en un último aliento de valor metí el cigarro a la boca, las manos encendieron el fósforo, fósforo al
cigarro y ya estaba lanzando humo en cruz delante y detrás mío. Y algo empezó a
oler horrible. Apestaba y un bulto se descolgó de la mula, como se desprende un
gajo de guineos. La mula, como impulsada por un motor salió disparada. Corriendo. Que cuesta ni que cuesta, la mula
corría y yo seguramente no pesaba nada. En un abrir y cerrar de ojos estuvimos
en Yacupampa. Aún no amanecía. Toqué la puerta de Don Genaro Páucar, con el
miedo vivo dentro de mí, ¿Quién es? Me dijeron de adentro, Eustaquio Aguilera,
contesté. Y me abrieron la puerta…
Así narró la historia nuestro héroe, pues qué
duda cabe es un héroe, porque no muchos
tienen la suerte de toparse
con el diablo y quedar buenos
para contarlo. Hubo una breve
charla entre posadero y peregrino. El peregrino, Deme una posadita; posadero,
¿Por qué tan blanco?; peregrino, ¡Hay hermano me ha salido el diablo!;
posadero, Hombre loco y ¿cómo se te ocurre salir tan temprano?; peregrino,
¿Temprano? ¿Qué hora es?; posadero, Son las tres y media.
Don Eustaquio narró toda la historia a él
y a cuantos más encontró en los siguientes días y noches. Niños, jóvenes,
mujeres, hombres. Se cambiaron algunas cuestas, algunas quebradas, algunos
datos de la despedida se agregaban, se quintaban. En fin; cosas que tienen las historias. Eso sí,
siempre finalizaba su relato de la siguiente manera, Y al otro día me compré un
reloj.
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