miércoles, 29 de abril de 2020

¡CONSTRUYASE LA FELICIDAD!




Había una vez un Rey que lo tenía todo. Tenía un gran templo hermosamente decorado a oro, plata, diamantes y muchos objetos más, mucho más hermosos que los anteriores. Tenía millones de súbditos que iban desde el norte hasta el sur; del este al oeste de su reino, en  una  extensión tan grande  que  nunca   fue  medida   porque  la numeración  no alcanzaba para tanto.
Trataremos al máximo de no exagerar en este relato, por lo que empezaremos reconociendo una simple y pequeña, valga la redundancia, exageración de los hechos.
Decíamos: que este era un Rey que lo tenía todo, lo cual no es cierto en su totalidad, veamos por qué. Un día, como no era su costumbre, el Rey se despertó muy temprano. Miró su reluciente vestido con adornos en oro y plata representando el mundo, su mundo y… ¡ah! estuvo contento. Sus sandalias doradas, finamente talladas, hechas para un Rey y quedó conforme. Aspiró su perfume real, ¡qué placer! Miró por su ventana sus dominios y ojos humanos faltaron para tal tarea… ¡Oh angustia!... Algo, que no sabía de dónde, cayó sobre su mente, su cerebro, su alma, sus intestinos y todo su ser. Una preocupación. Pero ¿qué preocupación podría ser ésta, a esta hora tan apacible, en este día tan bello, a este Rey que lo tenía todo?…  Qué tal si..., no… no, no podría ser… ¿pero?  No, no, que idea más absurda. ¿Cómo puede en la mente de un Rey, más de este Rey, cruzarse la sola idea de que no lo podría tener todo como él lo creía?  ¿De qué a su ya, por cierto, infinita hacienda le faltase algo?... ¿Le faltase un poco?  ¿Le faltase un ápice…? Hasta ahí, con estas preocupaciones del Rey. Concluimos el primer día.
Decíamos, valga la insistencia, que este era un Rey que lo tenía todo o, según sus preocupaciones del día anterior, casi todo. Preocupado nuestro Rey pensó que era sabiduría y recordó que, desde los filósofos de la Era cósmica hasta los últimos avances científicos del equipo de Discovery, lo conocía todo. Que conocía la geografía desde donde inicia su reino hasta donde termina y, eso señores, era todo lo que existía.  Pensó que le faltaría familia y vino a su mente aquella vez en que él abolió la monogamia, para así poder tener una simiente abundante. Sería acaso ¿Qué le faltase recreación? No, ¡dos, tres veces no, y las veces que sean necesarias!  ¡No podría ser!  Pues en su patio mandó hace mucho tiempo construir réplicas de las más maravillosas atracciones existentes y por existir del mundo. No podría ser falta de eso la causa de su inquietud.  Con estas reflexiones el Rey terminó el segundo día.
Insistíamos entonces: éste era un Rey que lo tenía casi todo… Pero ¿qué es casi todo?... Pues no faltará un filósofo odioso que se anime a decir que el todo está cerca de la nada o a casi nada, que es el caso de nuestra historia. Sería un casi nada. Basta de especulaciones, ¡piedad!, ¡respeto!... Si vieran a este Rey que hace dos días decía tenerlo todo; hoy se atormenta creyendo no tener nada, o casi nada, o casi todo o la falta de casi todo o la falta  de  casi  nada.  O la falta…  Basta. Insistimos.  No es este un ensayo sintáctico, menos axiológico. Lo cierto es que este Rey está preocupado   y con todos los sinónimos que al término se pueda ajustar. Y con estas meditaciones el Rey terminó su tercer día.
No me puedo acongojar, decía. Lo tengo todo, y si algo me falta lo puedo conseguir. Estaba animado el Rey. Llamó a todos sus consejeros: los sabios y científicos del reino; llamó a sicólogos y para-sicólogos; filósofos de ocio y oficio; dos curas entre los que se contaba un Cardenal y a su mamá, que no la había visto desde hace apenas, como decía él, diez años. Emitió de su voz divina, producto de su divinidad personal el siguiente edicto (divino también), ¡Averiguar entre los hombres del mundo, que   es lo que me falta para tenerlo todo! Y así entusiasta nuestro Rey terminó su día cuarto.
Los funcionarios del Rey, recorrieron el reino averiguando que era lo que le faltaba al Monarca para tenerlo todo. No quedó ningún rincón por revisar, ninguna aldea por visitar, ningún testigo por entrevistar, ninguna mente tranquila. Todos los visitados creyeron que el Rey estaba enfermo. Lo que ocasionó alegrías y disgustos entre todos. Preocupaciones no. Los sabios del Rey visitaron a las doce del día al impaciente; perdón, al monarca; a quién sin protocolo, culto o ceremonia, empezaron a verter sus conclusiones: Un joven del extremo Norte de tu reino está enamorado de quien no le corresponde y ese ideal lo hace feliz, ¡No puede ser eso! Yo tengo ideales. Muchos, En el extremo  Sur de tu reino un hombre es  feliz con  su elefante, ¡Yo tengo mil mascotas, no puede ser eso!, En el extremo Este de tu reino hay  una   mujer que disfruta sabiendo las desgracias de la  gente, ¡Yo  me entero  de  todo  lo  que  pasa en el  reino!  No, no puede ser esto.  En el extremo Oeste de tu reino existe un niño que tiene un caballo alado, Pegaso dice que se llama. Es la figura más rara y hermosa, ¡No, no puede ser ello, yo tengo una familia de Pegaso, una familia de unicornios y una familia de centauros! Así continuaron una por una las conclusiones y el Rey a todo dijo, No.
¡Si algo falta al Rey, es saber cuánto le quieren los que le rodean! El silencio no se hizo esperar y estas palabras habrían salido de un viejo gordo, que nadie sabía quién era, ni quien lo invitó. Las historias de fantasía tienen eso, aparece un personaje cuando nadie lo espera, pero en este caso lo esperaba el Rey. Ahora los murmullos. Y el asombro del rey explosionó en un, Sí, sí, sí, sí, eso es. Soy un rey sabio, apuesto, lo tengo todo y les doy todo ¿pero ¿cómo saber si les agrado o no les agrado a los que están cerca y lejos de mí? Debo saber si le agrado a mi pueblo, debo saber si le agrado a mi familia, debo saber quién me aprecia.
Mi señor ¿quién no te apreciaría? Mi señor eres todo lo que has dicho y mucho más ¿quién no te apreciará?, dijeron los consejeros como un coro bien ensayado. Mas el Rey estaba en otra cosa: sí, sí, sí, y las veces   que sean necesarias, sí… Esto se debe saber, ¡Vayan hasta el último rincón del mundo y averigüen cuanto me aprecia el mundo!  Así terminó el día quinto.
Regresaron más temprano los sabios y dijeron   al Rey que era muy simple; que preguntaron a todo el mundo, contrataron encuestadoras, hicieron sondeos y todo el mundo apreciaba al Rey. No puede ser tan simple, replicó el hidalgo, ¡que inventen máquinas de detectar el aprecio de la gente a su Rey! Como la palabra del Rey, es la palabra de Dios, se inventó máquinas de detectar el aprecio por su Rey, que funcionaron   muy bien. Pero la gente al darse cuenta de lo que sucedía, respondía con la verdad, aunque disfrazaba los sentimientos, lo cual descartó la máquina de detectar afecto. Se inventó máquinas para medir los sentimientos: consistía en someter al individuo interrogado a mediciones de los latidos del corazón y la respiración, poniendo como estímulo una imagen fotográfica del Rey.  Creyeron que esto funcionaba, pero lo cierto es que los estímulos no diferenciaban entre el aprecio o la ira y catalogaba en iguales condiciones a las diferentes respuestas. No funcionaron, estos y muchos más inventos.
Estos, son sólo ejemplos de lo que se hizo para averiguar si se apreciaba al Rey o no. Fueron muchos los inventos.  Al final del día el Rey escuchó los resultados, los cuales fueron tan diversos, ambiguos, como vagos.  Así terminó el Rey su día sexto.
Al día séptimo, el Rey se levantó temprano, como en los últimos días venía haciéndolo. Miró todos sus dominios, apreció lo lindo del bosque, pues siempre ha sido bosque y siempre ha sido lindo y se quedó mirándolo así eternamente.


domingo, 26 de abril de 2020

POR FALTA DE UN RELOJ /Cuento



La noche está pesada, dijo don Eustaquio, Es cosa tuya, las noches son todas iguales, le contestó su mujer. El día miércoles, el viejo, tenía que ir a Ayavaca y desde su casa en Ambasal era obligatoria la madrugada. Quizá debido a esta razón no siguieron la conversación. Acomodaron el fiambre en unos manteles blancos y se fueron a dormir. La noche iba a ser corta, apenas hubo tiempo para un último intento de plática: ¿A qué horas te vas?, dijo ella, A las tres, dijo él, Esperemos que el gallo no se duerma, dijo ella, Ese gallo no se duerme, dijo él. Así concluyó el diálogo y la noche también.
Ya cantó el gallo, son las tres, sonó la voz de Don Eustaquio en la oscuridad y rápidamente se levantó y acomodó sus pantalones, la camisa blanca nueva y su poncho marrón oscuro con listas blanquiazules. Se calzó y salió, ensilló la mula, colocó las alforjas en el lomo del animal. Hasta este momento la mujer no había dicho nada. Acomodó, el marido, los últimos aperos y se dispuso a montar. Por fin dijo algo la esposa desde la puerta, Parece que es muy temprano, No creo, los gallos no se equivocan, dijo el marido, y pese a los años de casados se dio tiempo para una broma, Lo que pasa es que nos quedó chica la noche. Y emprendió el viaje en su mula.
La ladera fue fácil, eso contó después el jinete. Subieron la primera cuesta y todo iba bien. La segunda cuesta y nada digno de narrar. Si, ya pasaron el cruce de la carretera y nada nuevo. En la quebrada se detuvieron, la bestia debía calmar su sed, sin presagiar ni bestia ni dueño lo que les tenía preparada la noche. Así es como don Eustaquio narró los sucesos de aquella funesta madrugada.
… Ya pasé la quebrada y quedaba la última cuesta, que es la más larga. Entonces algo pasó, el ambiente cambió, la misma sensación de la noche anterior, el aire se  puso pesado y  a lo lejos un coro de perros  lanzó  su quejido, como  si olieran  algo malo. Sentí miedo, pero me consolé diciéndole al animal, no pasa nada. En mi mula algo había pasado también; empezó a respirar más rápido y sudaba, sudaba mucho. No pasa nada me dije y seguí. Más en mi mente aparecieron las historias de caminantes encantados, de los muertos aparecidos, del diablo jinete, de los duendes engañadores. Hice un esfuerzo por pensar en otra cosa: en mi mujer y la despedida, en mis hijos que viven lejos, porque así son los hijos, conforme se crían se van, quise pensar en la chacra y sus verdes frutos de maíz. Mas las ideas iban y volvían, y ya no eran sólo las ideas, cada sombra, cada figura en la oscuridad, cada piedra que blanqueaba, parecían que me miraban y me invitaban a la locura. No pasa nada, dije, ¿quién sabe para quién?, Mientras mi mula no se pare…
Y la mula se paró. Resolló fuerte, raspaba la tierra y no quería avanzar. Ni para atrás ni para adelante. La espoleé, le crucé cuatro chicotazos, dos en cada anca y la mula olía algo, sentía algo, veía algo. Le volví a picar y zas, zas, zas, zas, cuatro chicotazos más y la mula no era con ella. No se movió. Ahora si ya tenía miedo. Hice un último esfuerzo: ula, ula, ula y cuatro más, la mula dio un salto endemoniado y pasó corriendo. Ya pasé, dije. Pero algo no andaba bien, alguien estaba detrás mío, como que se alancó de golpe. Podía sentir su aliento caliente, tan caliente que me quemaba la nuca. No tengo que voltear, pensé… Ya que duda había, algo malo estaba detrás de mí. ¿El diablo? ¿El muerto?
La mula también sintió su presencia, su respiración se agitaba hasta salir por todas las partes de su cuerpo, su caminar lento demostraba el esfuerzo que hacía por llevar doble peso, seguro que el animal estaba tan asustado como yo.  Y así de repente siento una mano sobre mi hombro, no debo voltear, decía, luego otra mano en mi otro hombro y yo firme, no debo voltear. Sus manos empezaron a quemar. No debo voltear, entonces; ¿qué hacer? recé el padre nuestro y nada, el santísimo y nada, el buen caminante y nada. El metal asusta al diablo, había escuchado decir, ¿pero de dónde saco un metal? Ni espada, ni chaveta llevo. ¡Los cigarros! Recodé que mi compadre Juan Yanayaco contó en el velorio del finado Segundo Cunya, que el tabaco corría al demonio. Claro no me acordé de todo en ese ratito pero si me acordé de los tabacos y que tenía algunos en mi bolsillo. Metí las manos a los bolsillos y mis brazos quemaban más, saqué de uno de los bolsillos un cigarro y del otro un fósforo, no sé cómo, pero era de vida o muerte todo o nada. Hasta entonces mis manos quemaban, mis brazos, el pecho, el estómago, las piernas, todo   quemaba, ardía, no sé cómo, les dije, pero en un último aliento de valor metí el cigarro a la boca,  las manos encendieron el fósforo, fósforo al cigarro y ya estaba lanzando humo en cruz delante y detrás mío. Y algo empezó a oler horrible. Apestaba y un bulto se descolgó de la mula, como se desprende un gajo de guineos. La mula, como impulsada por un motor salió disparada.  Corriendo. Que cuesta ni que cuesta, la mula corría y yo seguramente no pesaba nada. En un abrir y cerrar de ojos estuvimos en Yacupampa. Aún no amanecía. Toqué la puerta de Don Genaro Páucar, con el miedo vivo dentro de mí, ¿Quién es? Me dijeron de adentro, Eustaquio Aguilera, contesté. Y me abrieron la puerta…
Así narró la historia nuestro héroe, pues qué duda cabe  es  un héroe, porque  no muchos  tienen la suerte de toparse  con  el diablo y quedar  buenos  para  contarlo. Hubo una breve charla entre posadero y peregrino. El peregrino, Deme una posadita; posadero, ¿Por qué tan blanco?; peregrino, ¡Hay hermano me ha salido el diablo!; posadero, Hombre loco y ¿cómo se te ocurre salir tan temprano?; peregrino, ¿Temprano? ¿Qué hora es?; posadero, Son las tres y media.
Don Eustaquio narró toda la historia a él y a cuantos más encontró en los siguientes días y noches. Niños, jóvenes, mujeres, hombres. Se cambiaron algunas cuestas, algunas quebradas, algunos datos de la despedida se agregaban, se quintaban.  En fin; cosas que tienen las historias. Eso sí, siempre finalizaba su relato de la siguiente manera, Y al otro día me compré un reloj.

martes, 21 de abril de 2020

QUÉ TAL SANTO / Cuento


Eran las diez de la mañana de un día alegre de mayo. Los árboles, resplandecientes en verdor y alegría, festejaban con sus hojas radiantes el contacto con el sol; presuntuoso sol que danzaba en el celeste infinito dando gritos dorados para que la humanidad y la naturaleza recuerden su luz. Doña Felicita Jiménez se afanaba yendo para allá y para acá en los preparativos para la fiesta de San Juan. Y sabrán señores, que los preparativos para la fiesta de este fecundo Santo no es cosa fácil. Preparar las tortillas de trigo, los mazapanes de maíz. Bocadillos que, luego de ser asados en un tiesto, son la sensación de la fiesta junto con el queso trozado en pequeños cubitos blancos. Cocinar el guarapo, que antes fue sacado del trapiche de Don Humberto, aquel viejo redondo que parecía cualquier cosa menos persona. En fin, tantas tareas que la Santera, Síndica o cómo le quieran llamar a la persona responsable del festejo sagrado a San Juan tenía que realizar. Y precisamente Doña Felicita era Síndica, cargo que había heredado desde su tatarabuela y que de generación en generación llegaba hasta ella como una bendición de Dios.  A veces, cuando la falta de fe nos invade, nuestra blasfemia nos invade y pensamos que tanto sacrificio por un Santo que ni se mueve y tantos años que tiene; si realmente valdrá la pena... ¡Virgen Santísima! ¡Qué de pensamientos son esos! Es inconcebible en una mujer como ésta, el poder pensar de tal manera.
Los quehaceres de toda mujer son difíciles y si a esto le añadimos el que esta mujer tiene el divino encargo de cuidar la buena imagen de un Santo, la cosa es más difícil aún. Sí que son agitadas sus jornadas. Lleva ya cuatro días en estos menesteres, cuatro días que no pega bien los ojos, cuatro días que va de un lado para el otro; con la mente en la fiesta y el Santo en la boca…
Tanta distracción tendría, obviamente, que traer consecuencias. La familia de Felicita está incomprensible con ella. Tanta atención al Santo y tus hijos que mueren de hambre, reclama de vez en cuando Don Juan. No. No es el Santo; sino que por esas casualidades propias de la vida y más común en las historias; el marido de Felicita se llama así. Y qué no diera este Juan porque lo atendiesen como al otro… Al Santo, nos referimos al Santo. A esta mujer nada la distrae, ni siquiera indirectas de su Juan terrenal y carnal; en fin, a éste lo complace luego, pero a San Juan no. Además, el Santo tiene la fama de ser bravísimo ¿cuántas chacras no se han quemado por su ira? ¿Cuántos animales no han sucumbido al influjo de su mirada castigadora? No. Con este Santo no hay cómo, ni por qué.
La fiesta de San Juan es una fiesta muy sonada en la zona. Peregrinos desde el país vecino vienen a visitar y cumplir con su promesa. ¡Qué tal fiesta! Y la que nos espera este año no es para menos.
Ya cansado de la desatención de su esposa, Juan, el terrenal, le increpa en la víspera de la fiesta a su mujer, Tanta vaina por un pedazo de palo, mientras tus hijos están  tan  flacos que en lugar de ponerle velas al Santo, vamos a terminar poniéndoles a nuestros hijos cuando mueran. Mujer desconsiderada, ¡Ave María Purísima! ¿Qué estás diciendo Juan? calla y persígnate esa boca cochina ¿cómo vas hablar así? ¿No sabes que Sanjuancito escucha en todos los lugares?, ¡Qué Sanjuancito ni Sanjuancito, la madera no oye, no come y no gasta!, ¡Hombre condenao! mira que San juancito te puede castigar. Mira que el San Juan sí que es bravo.
Como dicen que la boca no sirve ni para comer. Por lo menos así dice la gente fatalista que cree en eso de los castigos; y como esta es una historia de castigos… Meses atrás Doña Felicita había convencido a Juan para que donara el toro “colorao”, que sería sacrificado para la fiesta y rematado en homenaje al fecundo Santo de 30 centímetros. No faltará quien diga que es más grande, las cuestiones de fe tienen eso: engrandecen o empequeñecen a quien quieren, si así funcionaran otras cosas, otra cosa seria el mundo.
En la soledad del cuarto don Juan acaricia a su mujer. Ella, cansada, alcanza a echar un suspiro que invade la habitación toda olorosa a comida, Felicita, Felicita despierta, despierta. Felicita entre dormida, Deja dormir y quita las manos de ahí, Felicita, Felicita. Don Juan es insistente, precisamente esa insistencia la hizo su mujer y ahora no le va a fallar, Mujer, mujer, despierta; mira que los churres están dormidos. La insistencia de Juan era tan grande, que sólo se comparaba con el cansancio de Felicita. Ella molesta, Juan deja dormir que mañana es la fiesta y hay muchas cosas que hacer así que más vale descansar; mejor preocúpate por madrugar a traer al “colorao” que es para nuestro señor.
Esto es el colmo de los colmos; que tu mujer te olvide en el día por cocinarle a un Santo, que descuide a los hijos por hacerle los vestidos al Santo, que se despreocupe de la casa por preocuparse por el Santo; es hasta cierto punto entendible o por lo menos, no irritante; pero que, en la cama, en la tranquilidad de la noche y en las cosas que son sagradas en el matrimonio… ¡A no! Hasta aquí este Santo se extralimitó. Mira que interferir en la sagrada intimidad de una pareja. Don Juan ahora sí que está molesto, debió haber cambiado de color; pero la oscuridad no nos permite corroborar lo dicho; sólo una frase se escuchó, quizás producto de sus celos, ¡Santo de mierda para que quiere la carne de mi toro si ni se la va a comer, este toro mejor lo guardo para mí! Felicita no le prestó más atención de la que ella creía necesaria. En fin; cansada, siguió durmiendo. De Don Juan no sabemos, quizá no durmió bien esa noche.
Temprano, la síndica, no se percató de la actitud de su marido. ¿Juan, ya fuiste a traer el toro? Miren que las palabras, a veces, cuando menos intención ofensiva tienen, pueden desatar las respuestas más inesperadas si es que el ánimo de nuestro interlocutor no está en el punto que la ocasión requiere, lo cual puede desencadenar desde una riña pasajera hasta una desgracia divina. En este caso así fue, Estás loca, ese toro es mío; yo lo he criado y no se lo voy a dar a un pedazo de madera, por más nombre mío que lleve. Anonadada, la Santera replicó, Cruz-Santísima-caiga-sobre-mí ¿cuántos años que vengo sirviendo a mi señor para que tus caprichos me pongan mal ante sus ojos? Pero él, y señalando el cielo, Él es testigo que no soy yo, eres tú, ahora mismo me voy a servirle a mi San Juan, quédate con tu toro, pero ya sabes que el que primero da y luego quita es el diablo quien desquita. Con estas sabias y apocalípticas palabra Doña Felicita abandonó el abrigo del hogar y se dirigió hasta el pueblo, donde el ruido y el ajetreo de la fiesta la esperaban.
Qué santo ni que santo, protestó Don Juan. De pronto le asaltó la preocupación sobre si las palabras de su mujer tendrían algún efecto en el destino, bueno no tanto las palabras de su mujer; sino los deseos de venganza del santo. Es curioso el decirlo, pero de un tiempo a esta parte los santos que se supone representan el amor se han vuelto muy vengativos y medio malos. No, No Juan cómo vas a pensar eso; ya no es tiempo de echarse para atrás, tú decidiste que los palos no sienten y nada más hay que decir. Dirigió sus pasos hacia donde pudiera observar la huerta y todos los ángulos de su potrero, que dicho sea de paso no era tan grande. Pese a su decidida voluntad de no ceder en malos pensamiento con respecto a su mujer, el santo y la fiesta, no podía evitar pensar que allá en el panteón de santos, este hecho le podría restar méritos frente a los responsables de guiar la vida de los mortales, porque una cosa es pelearse con un santo y otra declarar la guerra a la divinidad en su conjunto. Absorto en esas cuestiones filosóficas no oyó, en primera, la voz de su hijo que a lo lejos le gritaba algo. Algunas frases que pese al buen oído de Don Juan eran imperceptibles. Lo que si era seguro, es que estaba relacionado a los animales, el toro y el maizal. José, su hijo de doce años, agitaba los brazos y emitía el grave anuncio, Pa … los animales se han metido al maizzzzz… Los animales se han metido al maíz ¿los animales se han metido al maíz?
Don Juan siempre ha sido un hombre sereno que trata al máximo de no preocuparse demasiado por lo que le salta en primera a la vista; así que esperó que llegara su hijo y ya más cercano, sin la intromisión del viento que suele disfrazar el verdadero mensaje a grandes distancias, aunque en este caso que no hubiese dado porque el mensaje fuera distorsionado. Preguntó a su hijo sobre lo que quería decir. Las vacas se han metido al maizal y se han comido todo, fue la respuesta de su hijo. Está consumado, está hecho, las vacas se han metido al maizal y se han comido todo, retumbó en los oídos y en el alma de aquel hombre que se ensimismaba buscando una explicación lógica, lógica  si es que este hombre  conoce  el termino lógico, diremos  una explicación que  esté  de  acuerdo con las creencias  de  este  hombre  pecador  como diría  su mujer, pero castigado  como  lo ve  su hijo. Suerte para el niño tener un padre tan reflexivo. No hubo quejas, lamentos, censura. Se sentó en una esquina del patio, nos referimos al padre, sobre  un  apero  viejo y  cual un detective, filósofo u cualquier oficio que requiera  meditación, empezó  a indagar  sobre lo ocurrido.
¿Quién tiene la culpa? Se preguntó así mismo. ¿Alguien tiene que ser culpable? Y no se equivocaba en asegurarlo. Mas sin saber acababa de desencadenar una serie de interrogantes que luego, quizá, desearía no tener. Si hay un culpable tiene que ser mi hijo. Mi hijo es el responsable ¿por qué no se levantó más temprano? bien sabía que tenía que ir a cuidar el maizal. Él, sólo él, es el responsable de tal tragedia. No podía ser, eso no es de hombres, echar la culpa a un niño de doce años; en fin, él es niño y que podría hacer, además es posible que el delito se haya cometido en la noche. Que curiosa forma de interpretar, sólo se hizo dos preguntas y ya habla de manera, dramáticamente, policiaca. Mi mujer, si no hubiera estado tanto tiempo preocupándose por un Santo, habríamos estado pendientes de todo lo que ocurría con los animales. ¡Pero no! Tenía que estar ocupada cosiendo, cocinando, bordando ¿para qué? Otro u otra no podría ser culpable, tiene que ser ella.  ¿Pero?… Ella no tiene la responsabilidad de la chacra, si bien es cierto que su descuido repercute en la casa, no pasa más allá de ésta. Otro debe ser el culpable. Otro u otros, en plural. Claro ¿por qué tiene que ser sólo uno? ¿Pero quiénes pueden ser varios y capaces de ser culpables de tal acto? Claro que tontería, los culpables estuvieron ahí siempre; si es que no están todavía en la escena del crimen, acabando con lo último del cuerpo del delito. Sigue con la manía de hablar policiacamente. Animales. ¿Quiénes sino ellos? ¡Animales del demonio! que se meten a los maizales como que si fueran personas dispuestas a hacer daño. Que curiosa comparación, los animales parecerse a los humanos. Pero debe ser así. Ellos, animales tendrían que ser. Y precisamente porque son animales Juan descartó la posibilidad que sean ellos. En fin, ellos sólo se guían por la voluntad de Dios y si fuese así, el responsable tendría que ser Dios… ¡No tanto! El escepticismo de este hombre no llegaría al grado de cuestionar a Dios. Dios no tendría tiempo de ocuparse de pequeñeces; habiendo tanto que hacer en el mundo. Él no podría darse tiempo para algo así. Momento, momento ¿quién capaz de cambiar el orden natural de las cosas puede estar cerca de tan desagradable situación? De hecho.  Ahora está como el agua. El Santo. San Juan. Este Santo que, en la mañana-madrugada, había sido víctima de un sacrilegio por parte de Juan. Si, San Juan en venganza de lo dicho y pensado por el marido de su servidora aplicó su venganza. Su cruel venganza.
Don Juan, lejos de temer por la muestra de poder que su tocayo divino le expresaba reaccionó con mucha más ira. ¡Santo de mierda! ¿Acaso tú siembras el maíz? Y para expresarle que no tenía miedo, menos que estaba vencido, acudió a un último recurso, la ironía. ¡Menos mal que no te di mi toro! ¡Es mío y sólo mío! Esto último lo dijo ya en son de burla. Ni siquiera había terminado el segundo mío, cuando su hijo, que se convertía en el ave de malagüero de su padre, le decía temeroso, Todos los animales están, pero falta el toro colorado. ¡Desgracia de desgracias! Mi toro, que diga, el toro de Sanjuancito; si, de Sanjuancito, el resto es un mal entendido. ¿Cómo no va estar? vamos a buscar. Palabras y cara le faltaban a este hombre por disculparse ante el gigante de 30 centímetros. Dicen que no hay que escupir al cielo porque te caerá en la cara, era cierto con la única, pequeña y gran diferencia, que el Santo aprovechando de su condición, no devolvía el escupitajo; sino una lluvia de desgracias. Pues un escupitajo a lo mucho te molesta.
Juro Sanjuancito que te daré tu toro, si es que aparece. Eso denlo por hecho. El toro ya no era de Juan; sino de San Juan, por tanto, formaba desde ahora parte del rebaño divino.

Encontraron al toro acostado frente a una quebrada pues según se percató don Juan: de tanto comer maíz, al toro le dio mucha sed, de la mucha sed, tomó mucha agua, de la mucha agua, se puso muy pesado y de muy pesado no pudo salir de la quebrada. Don Juan, ya más calmado, estableció toda la relación de los hechos y no le quedó más que admirar al Santo pues como él mismo dijo, Hay que aplaudir al Santo porque sabe cómo hacer las cosas.




UN POEMA LLAMADO EFRAÍN RÍOS

      Por, Héctor Manolo Gonza Rivera. Traigo algunas ideas para compartir. Sobre la sabiduría, la esperanza, la humanidad y el amor.   ...