Había una
vez un Rey que lo tenía todo. Tenía un gran templo hermosamente decorado a oro,
plata, diamantes y muchos objetos más, mucho más hermosos que los anteriores.
Tenía millones de súbditos que iban desde el norte hasta el sur; del este al
oeste de su reino, en una extensión tan grande que
nunca fue medida
porque la numeración no alcanzaba para tanto.
Trataremos
al máximo de no exagerar en este relato, por lo que empezaremos reconociendo una
simple y pequeña, valga la redundancia, exageración de los hechos.
Decíamos:
que este era un Rey que lo tenía todo, lo cual no es cierto en su totalidad,
veamos por qué. Un día, como no era su costumbre, el Rey se despertó muy
temprano. Miró su reluciente vestido con adornos en oro y plata representando
el mundo, su mundo y… ¡ah! estuvo contento. Sus sandalias doradas, finamente
talladas, hechas para un Rey y quedó conforme. Aspiró su perfume real, ¡qué placer!
Miró por su ventana sus dominios y ojos humanos faltaron para tal tarea… ¡Oh
angustia!... Algo, que no sabía de dónde, cayó sobre su mente, su cerebro, su
alma, sus intestinos y todo su ser. Una preocupación. Pero ¿qué preocupación
podría ser ésta, a esta hora tan apacible, en este día tan bello, a este Rey que
lo tenía todo?… Qué tal si..., no… no,
no podría ser… ¿pero? No, no, que idea
más absurda. ¿Cómo puede en la mente de un Rey, más de este Rey, cruzarse la
sola idea de que no lo podría tener todo como él lo creía? ¿De qué a su ya, por cierto, infinita hacienda
le faltase algo?... ¿Le faltase un poco?
¿Le faltase un ápice…? Hasta ahí, con estas preocupaciones del Rey.
Concluimos el primer día.
Decíamos,
valga la insistencia, que este era un Rey que lo tenía todo o, según sus
preocupaciones del día anterior, casi todo. Preocupado nuestro Rey pensó que
era sabiduría y recordó que, desde los filósofos de la Era cósmica hasta los últimos
avances científicos del equipo de Discovery, lo conocía todo. Que conocía la
geografía desde donde inicia su reino hasta donde termina y, eso señores, era
todo lo que existía. Pensó que le faltaría
familia y vino a su mente aquella vez en que él abolió la monogamia, para así
poder tener una simiente abundante. Sería acaso ¿Qué le faltase recreación? No,
¡dos, tres veces no, y las veces que sean necesarias! ¡No podría ser! Pues en su patio mandó hace mucho tiempo
construir réplicas de las más maravillosas atracciones existentes y por existir
del mundo. No podría ser falta de eso la causa de su inquietud. Con estas reflexiones el Rey terminó el
segundo día.
Insistíamos
entonces: éste era un Rey que lo tenía casi todo… Pero ¿qué es casi todo?...
Pues no faltará un filósofo odioso que se anime a decir que el todo está cerca de
la nada o a casi nada, que es el caso de nuestra historia. Sería un casi nada.
Basta de especulaciones, ¡piedad!, ¡respeto!... Si vieran a este Rey que hace
dos días decía tenerlo todo; hoy se atormenta creyendo no tener nada, o casi nada,
o casi todo o la falta de casi todo o la falta
de casi nada.
O la falta… Basta. Insistimos. No es este un ensayo sintáctico, menos axiológico.
Lo cierto es que este Rey está preocupado
y con todos los sinónimos que al término se pueda ajustar. Y con estas
meditaciones el Rey terminó su tercer día.
No me puedo
acongojar, decía. Lo tengo todo, y si algo me falta lo puedo conseguir. Estaba
animado el Rey. Llamó a todos sus consejeros: los sabios y científicos del
reino; llamó a sicólogos y para-sicólogos; filósofos de ocio y oficio; dos
curas entre los que se contaba un Cardenal y a su mamá, que no la había visto
desde hace apenas, como decía él, diez años. Emitió de su voz divina, producto
de su divinidad personal el siguiente edicto (divino también), ¡Averiguar entre
los hombres del mundo, que es lo que me
falta para tenerlo todo! Y así entusiasta nuestro Rey terminó su día cuarto.
Los funcionarios
del Rey, recorrieron el reino averiguando que era lo que le faltaba al Monarca
para tenerlo todo. No quedó ningún rincón por revisar, ninguna aldea por
visitar, ningún testigo por entrevistar, ninguna mente tranquila. Todos los visitados
creyeron que el Rey estaba enfermo. Lo que ocasionó alegrías y disgustos entre
todos. Preocupaciones no. Los sabios del Rey visitaron a las doce del día al
impaciente; perdón, al monarca; a quién sin protocolo, culto o ceremonia,
empezaron a verter sus conclusiones: Un joven del extremo Norte de tu reino
está enamorado de quien no le corresponde y ese ideal lo hace feliz, ¡No puede
ser eso! Yo tengo ideales. Muchos, En el extremo Sur de tu reino un hombre es feliz con
su elefante, ¡Yo tengo mil mascotas, no puede ser eso!, En el extremo
Este de tu reino hay una mujer que disfruta sabiendo las desgracias
de la gente, ¡Yo me entero
de todo lo que pasa en el
reino! No, no puede ser
esto. En el extremo Oeste de tu reino
existe un niño que tiene un caballo alado, Pegaso dice que se llama. Es la
figura más rara y hermosa, ¡No, no puede ser ello, yo tengo una familia de
Pegaso, una familia de unicornios y una familia de centauros! Así continuaron
una por una las conclusiones y el Rey a todo dijo, No.
¡Si algo
falta al Rey, es saber cuánto le quieren los que le rodean! El silencio no se
hizo esperar y estas palabras habrían salido de un viejo gordo, que nadie sabía
quién era, ni quien lo invitó. Las historias de fantasía tienen eso, aparece un
personaje cuando nadie lo espera, pero en este caso lo esperaba el Rey. Ahora
los murmullos. Y el asombro del rey explosionó en un, Sí, sí, sí, sí, eso es.
Soy un rey sabio, apuesto, lo tengo todo y les doy todo ¿pero ¿cómo saber si
les agrado o no les agrado a los que están cerca y lejos de mí? Debo saber si
le agrado a mi pueblo, debo saber si le agrado a mi familia, debo saber quién
me aprecia.
Mi señor
¿quién no te apreciaría? Mi señor eres todo lo que has dicho y mucho más ¿quién
no te apreciará?, dijeron los consejeros como un coro bien ensayado. Mas el Rey
estaba en otra cosa: sí, sí, sí, y las veces
que sean necesarias, sí… Esto se debe saber, ¡Vayan hasta el último rincón
del mundo y averigüen cuanto me aprecia el mundo! Así terminó el día quinto.
Regresaron
más temprano los sabios y dijeron al
Rey que era muy simple; que preguntaron a todo el mundo, contrataron
encuestadoras, hicieron sondeos y todo el mundo apreciaba al Rey. No puede ser
tan simple, replicó el hidalgo, ¡que inventen máquinas de detectar el aprecio de
la gente a su Rey! Como la palabra del Rey, es la palabra de Dios, se inventó
máquinas de detectar el aprecio por su Rey, que funcionaron muy bien. Pero la gente al darse cuenta de
lo que sucedía, respondía con la verdad, aunque disfrazaba los sentimientos, lo
cual descartó la máquina de detectar afecto. Se inventó máquinas para medir los
sentimientos: consistía en someter al individuo interrogado a mediciones de los
latidos del corazón y la respiración, poniendo como estímulo una imagen
fotográfica del Rey. Creyeron que esto
funcionaba, pero lo cierto es que los estímulos no diferenciaban entre el
aprecio o la ira y catalogaba en iguales condiciones a las diferentes
respuestas. No funcionaron, estos y muchos más inventos.
Estos, son
sólo ejemplos de lo que se hizo para averiguar si se apreciaba al Rey o no.
Fueron muchos los inventos. Al final del
día el Rey escuchó los resultados, los cuales fueron tan diversos, ambiguos,
como vagos. Así terminó el Rey su día
sexto.
Al día
séptimo, el Rey se levantó temprano, como en los últimos días venía haciéndolo.
Miró todos sus dominios, apreció lo lindo del bosque, pues siempre ha sido
bosque y siempre ha sido lindo y se quedó mirándolo así eternamente.