miércoles, 29 de abril de 2020

¡CONSTRUYASE LA FELICIDAD!




Había una vez un Rey que lo tenía todo. Tenía un gran templo hermosamente decorado a oro, plata, diamantes y muchos objetos más, mucho más hermosos que los anteriores. Tenía millones de súbditos que iban desde el norte hasta el sur; del este al oeste de su reino, en  una  extensión tan grande  que  nunca   fue  medida   porque  la numeración  no alcanzaba para tanto.
Trataremos al máximo de no exagerar en este relato, por lo que empezaremos reconociendo una simple y pequeña, valga la redundancia, exageración de los hechos.
Decíamos: que este era un Rey que lo tenía todo, lo cual no es cierto en su totalidad, veamos por qué. Un día, como no era su costumbre, el Rey se despertó muy temprano. Miró su reluciente vestido con adornos en oro y plata representando el mundo, su mundo y… ¡ah! estuvo contento. Sus sandalias doradas, finamente talladas, hechas para un Rey y quedó conforme. Aspiró su perfume real, ¡qué placer! Miró por su ventana sus dominios y ojos humanos faltaron para tal tarea… ¡Oh angustia!... Algo, que no sabía de dónde, cayó sobre su mente, su cerebro, su alma, sus intestinos y todo su ser. Una preocupación. Pero ¿qué preocupación podría ser ésta, a esta hora tan apacible, en este día tan bello, a este Rey que lo tenía todo?…  Qué tal si..., no… no, no podría ser… ¿pero?  No, no, que idea más absurda. ¿Cómo puede en la mente de un Rey, más de este Rey, cruzarse la sola idea de que no lo podría tener todo como él lo creía?  ¿De qué a su ya, por cierto, infinita hacienda le faltase algo?... ¿Le faltase un poco?  ¿Le faltase un ápice…? Hasta ahí, con estas preocupaciones del Rey. Concluimos el primer día.
Decíamos, valga la insistencia, que este era un Rey que lo tenía todo o, según sus preocupaciones del día anterior, casi todo. Preocupado nuestro Rey pensó que era sabiduría y recordó que, desde los filósofos de la Era cósmica hasta los últimos avances científicos del equipo de Discovery, lo conocía todo. Que conocía la geografía desde donde inicia su reino hasta donde termina y, eso señores, era todo lo que existía.  Pensó que le faltaría familia y vino a su mente aquella vez en que él abolió la monogamia, para así poder tener una simiente abundante. Sería acaso ¿Qué le faltase recreación? No, ¡dos, tres veces no, y las veces que sean necesarias!  ¡No podría ser!  Pues en su patio mandó hace mucho tiempo construir réplicas de las más maravillosas atracciones existentes y por existir del mundo. No podría ser falta de eso la causa de su inquietud.  Con estas reflexiones el Rey terminó el segundo día.
Insistíamos entonces: éste era un Rey que lo tenía casi todo… Pero ¿qué es casi todo?... Pues no faltará un filósofo odioso que se anime a decir que el todo está cerca de la nada o a casi nada, que es el caso de nuestra historia. Sería un casi nada. Basta de especulaciones, ¡piedad!, ¡respeto!... Si vieran a este Rey que hace dos días decía tenerlo todo; hoy se atormenta creyendo no tener nada, o casi nada, o casi todo o la falta de casi todo o la falta  de  casi  nada.  O la falta…  Basta. Insistimos.  No es este un ensayo sintáctico, menos axiológico. Lo cierto es que este Rey está preocupado   y con todos los sinónimos que al término se pueda ajustar. Y con estas meditaciones el Rey terminó su tercer día.
No me puedo acongojar, decía. Lo tengo todo, y si algo me falta lo puedo conseguir. Estaba animado el Rey. Llamó a todos sus consejeros: los sabios y científicos del reino; llamó a sicólogos y para-sicólogos; filósofos de ocio y oficio; dos curas entre los que se contaba un Cardenal y a su mamá, que no la había visto desde hace apenas, como decía él, diez años. Emitió de su voz divina, producto de su divinidad personal el siguiente edicto (divino también), ¡Averiguar entre los hombres del mundo, que   es lo que me falta para tenerlo todo! Y así entusiasta nuestro Rey terminó su día cuarto.
Los funcionarios del Rey, recorrieron el reino averiguando que era lo que le faltaba al Monarca para tenerlo todo. No quedó ningún rincón por revisar, ninguna aldea por visitar, ningún testigo por entrevistar, ninguna mente tranquila. Todos los visitados creyeron que el Rey estaba enfermo. Lo que ocasionó alegrías y disgustos entre todos. Preocupaciones no. Los sabios del Rey visitaron a las doce del día al impaciente; perdón, al monarca; a quién sin protocolo, culto o ceremonia, empezaron a verter sus conclusiones: Un joven del extremo Norte de tu reino está enamorado de quien no le corresponde y ese ideal lo hace feliz, ¡No puede ser eso! Yo tengo ideales. Muchos, En el extremo  Sur de tu reino un hombre es  feliz con  su elefante, ¡Yo tengo mil mascotas, no puede ser eso!, En el extremo Este de tu reino hay  una   mujer que disfruta sabiendo las desgracias de la  gente, ¡Yo  me entero  de  todo  lo  que  pasa en el  reino!  No, no puede ser esto.  En el extremo Oeste de tu reino existe un niño que tiene un caballo alado, Pegaso dice que se llama. Es la figura más rara y hermosa, ¡No, no puede ser ello, yo tengo una familia de Pegaso, una familia de unicornios y una familia de centauros! Así continuaron una por una las conclusiones y el Rey a todo dijo, No.
¡Si algo falta al Rey, es saber cuánto le quieren los que le rodean! El silencio no se hizo esperar y estas palabras habrían salido de un viejo gordo, que nadie sabía quién era, ni quien lo invitó. Las historias de fantasía tienen eso, aparece un personaje cuando nadie lo espera, pero en este caso lo esperaba el Rey. Ahora los murmullos. Y el asombro del rey explosionó en un, Sí, sí, sí, sí, eso es. Soy un rey sabio, apuesto, lo tengo todo y les doy todo ¿pero ¿cómo saber si les agrado o no les agrado a los que están cerca y lejos de mí? Debo saber si le agrado a mi pueblo, debo saber si le agrado a mi familia, debo saber quién me aprecia.
Mi señor ¿quién no te apreciaría? Mi señor eres todo lo que has dicho y mucho más ¿quién no te apreciará?, dijeron los consejeros como un coro bien ensayado. Mas el Rey estaba en otra cosa: sí, sí, sí, y las veces   que sean necesarias, sí… Esto se debe saber, ¡Vayan hasta el último rincón del mundo y averigüen cuanto me aprecia el mundo!  Así terminó el día quinto.
Regresaron más temprano los sabios y dijeron   al Rey que era muy simple; que preguntaron a todo el mundo, contrataron encuestadoras, hicieron sondeos y todo el mundo apreciaba al Rey. No puede ser tan simple, replicó el hidalgo, ¡que inventen máquinas de detectar el aprecio de la gente a su Rey! Como la palabra del Rey, es la palabra de Dios, se inventó máquinas de detectar el aprecio por su Rey, que funcionaron   muy bien. Pero la gente al darse cuenta de lo que sucedía, respondía con la verdad, aunque disfrazaba los sentimientos, lo cual descartó la máquina de detectar afecto. Se inventó máquinas para medir los sentimientos: consistía en someter al individuo interrogado a mediciones de los latidos del corazón y la respiración, poniendo como estímulo una imagen fotográfica del Rey.  Creyeron que esto funcionaba, pero lo cierto es que los estímulos no diferenciaban entre el aprecio o la ira y catalogaba en iguales condiciones a las diferentes respuestas. No funcionaron, estos y muchos más inventos.
Estos, son sólo ejemplos de lo que se hizo para averiguar si se apreciaba al Rey o no. Fueron muchos los inventos.  Al final del día el Rey escuchó los resultados, los cuales fueron tan diversos, ambiguos, como vagos.  Así terminó el Rey su día sexto.
Al día séptimo, el Rey se levantó temprano, como en los últimos días venía haciéndolo. Miró todos sus dominios, apreció lo lindo del bosque, pues siempre ha sido bosque y siempre ha sido lindo y se quedó mirándolo así eternamente.


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