miércoles, 20 de mayo de 2020

LA COLLONA, EL ENCANTADO Y LOS HOMBRES DE MALOS PENSAMIENTOS

En la Comunidad Campesina de Chocán, entre los caseríos de Tablas y Huachuma se encuentra una hermosa construcción de piedra sobre la entrada de una cueva, la cual es conocida por los lugareños con el nombre de Collona. Sobre ella se han elaborado una serie de relatos fantásticos, de encantamientos, de desaparecidos, de aparecidos y de hechizos. Hay quienes dicen que al penetrar en ella encontraríamos un mundo maravilloso hecho de oro y plata. Otros, creen que es un túnel que comunica con Quito, Cusco o Cajamarca.
Se cree también, que antes la Collona servía para guardar alimentos y a la vez de predicción sobre las cosechas de cada año.  Arrojando algunos granos hacia el interior de la cueva y si estos hacen un sonido suave y prolongado sabremos que el año va a ser muy bueno, por el contrario, si el sonido es seco y corto, el año va a ser malo y la gente se tiene que preparar.
Cuenta la tradición que cierta vez un muchacho más o menos de catorce o quince años (los que refirieron esta historia no alcanzan a ponerse de acuerdo) estaba jugando en un plan cerca a la Collona. Se sabía que esa parte del cerro es brava, pues muchos animales ya se habían perdido o muerto cerca y más de un poblador, algo despistado en las tardes de neblina, aseguraban haber escuchado silbidos, voces y llamados. Pero el muchacho, que no tenía tanta edad para tomar las cosas en serio, ni la poca edad como para tener miedo, aun conocedor de lo que venimos conversando no hizo caso y se acercaba cada vez más, conforme su pelota le iba atrayendo a la construcción de piedra.
Dicen, que unos señores que estaban por ahí cosechando frejoles (por lo que suponemos esto se dio en el mes de julio o agosto cuando los laberintos de nudillo van perdiendo su forma y hacen visibles senderos enmarañados) testimoniaron que hasta eso de las cinco de la tarde el muchacho estaba jugando por ahí. Cuando ya la noche entraba y un viento extraño les acarició fríamente, había desaparecido. Entre ellos conversaron las posibilidades que se haya cansado y se fue a su casa; otros pensaron que estaba escondido o detrás de un monte, sólo uno atinó a proponer en forma de broma, que quizá la Collona habría tapiado al muchacho; pero entre la poca sorpresa y el mucho cansancio de los hombres, el tema quedó ahí.
La familia, por su parte, habría comentado que ese día el muchacho no regresó a su casa. Que había salido temprano a mudar unos burros y que nadie le extrañó al almuerzo, pues se llevó unas tortillas con queso de fiambre. Tampoco les hizo raro que hasta eso de las ocho de la noche no regresara, sabían ellos, que le gustaba quedarse jugando hasta tarde. A eso de las diez de la noche la preguntadera con ira y poco a poco la preguntadera con temor, alarmó a todo el pueblo. Algo malo le había pasado. Ese día no regresó a su casa y lo mismo por muchos días más. Nadie supo que había pasado, quizá se fue al Ecuador, quizá se fue a la costa, las posibilidades eran una larga lista de Quizás.
Al siguiente verano (o quizá unos cuantos veranos después) un grupo de niños que estaban jugando cerca de la Collona afirmaron que vieron a un joven todo desgreñado y sucio que salía de la cueva y se sentaba sobre unas piedras a tomar el sol. Se abrigaba. Luego si escuchaba algún ruido huía como un animal hacia el interior de la cueva. Los mismos datos le siguieron después: un hombre que había perdido un burro, unos enamorados que andaban buscado tranquilidad, huyeron despavoridos por la misma imagen. Poco a poco fue corriendo la idea que en la Collona los días martes y viernes de cada semana un encantando salía a tomar el sol y si alguien se acercaba tomaba el riesgo de irse con él y nunca más volver.
La familia del joven que, por supuesto nuca renunciaría a la posibilidad de rescatarlo, se empeñó en romper el encanto. Para ello acudieron a médicos de diversos lugares, uno lo llevó donde otro y el otro donde otro, hasta que en ese círculo llegaron donde uno, que extendiendo la baraja, comunicó que el encantado se trataba del muchacho antes perdido, que el encanto era de la Collona y que dentro había un entierro de gentiles que no se podía calcular la magnitud. En la mesada que posteriormente celebraron, agregó que él, si podía sacarlo, pero que para ello era necesario además de los implementos propios del rito; varas, espadas, artes y perfumes; una beta bendecida con agua de San Francisco y cuatro hombres de alma pura y buenos pensamientos que quisieran ayudar a romper el encantamiento.
Fue fácil de conseguir aquello de la beta bendita, más lo de los hombres era una cosa que siempre sería inquietante. Buscaron entre los amigos más fieles y buenos de la familia y otros que quisieran de todo corazón que el joven volviera a la casa. Una semana después el médico, algunos familiares y los cuatro hombres se dirigieron a la Collona a esperar que los primeros rayos del sol salieran a tentar al encantado la necesidad de abrigo. Cuando el sol calentó algo, a eso de las diez o quizá las once, vieron todos absortos que el encantado salió a una piedra y empezó a retozarse sobre ella. Descuidado, todo roto, el pelo tan grande como sus uñas y los ojos de un animal siempre acechantes y huidizos.
A la señal del médico, los hombres   de buen corazón se abalanzaron sobre el encantado. Alguien le lanzó la beta bendita y lo lacearon. Era un espectáculo desgarrador de gritos, bufidos, gruñidos, llantos; el desorden y el temor entremezclados con alegría y esperanza. Después de unos inmensos diez minutos de jaloneo y de una tenaz lucha de los hombres con el encantado y del médico con la sombra del cerro, pudieron domarlos.  El encantado cayó desmayado y los hombres aprovecharon para amarrarlo a un madero y al tiempo se turnaron para cargarlo y regresar a la casa. Los cantos, despachos y evocamientos del médico estaban dando resultado, le estaban arrancando al cerro una de sus víctimas.
Cuando ya estaban dando los primeros metros del regreso. La Collona, antes de piedra, empezó a tomar un matiz diferente. Fue asumiendo un brillo intenso, se estaba volviendo de oro cada piedra. Más todavía, la entrada de la cueva se amplió tanto que hacia su interior se pudo ver una ciudad maravillosa, era un pueblo construido en oro y plata, Los animales eran de oro y plata y se presentaba tan apetecible que el médico sólo alcanzó a decir a los hombres que cargaban al encantado, que cerraran los ojos.
Entonces todos cerraron los ojos. Pero la imaginación fue más grande. Cada quien se veía como un hombre rico, pensando en tener grandezas, los sentimientos y los pensamientos de los hombres cambiaron. Ya no querían ayudar al encantado, querían volver y tomar todo el oro y la plata que pudieran. El médico despachaba sus perfumes y peleaba.  A ratos sudaba frio y a ratos saltaba con sus varas de chonta. Golpeaba las espaldas de los cargadores y cerraba los ojos para evitar la aparición de la ciudad.  Ya estaban avanzando algo más y pese a los deseos de riqueza muchos se mantuvieron firmes.
Solo uno creyó que esta era la oportunidad de su vida y loco de avaricia soltó al encantado y corrió hasta donde las piedras de oro a querer coger algo para su fortuna. Esto fue suficiente para que el encantado despertara hiciera un esfuerzo no muy grande y como arte de magia quedó libre y su cuerpo fue atraído hasta la entrada de la cueva, que nuevamente se convertía en piedra. Esta vez la Collona no se cerró hasta que su viejo huésped el muchacho encantado estuviera dentro y además el nuevo huésped seria el hombre de espíritu débil y malos pensamientos que no pudo controlar su avaricia.
La gente regresó triste de la jornada y desde ese día han contado esta historia que no se sabe cuándo ocurrió, pero que de generación en generación ha llegado hasta nuestros días para dejarnos el mensaje que las fuerzas del cerro ponen a prueba la limpieza de nuestros espíritus y la calidad de nuestros pensamientos.

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viernes, 15 de mayo de 2020

EL VIAJE MÁS GRANDE


¿Hacia dónde?
 ¡No importa! La Vida esconde
 mundos en germen 
que aún falta descubrir: 
Corazón, es hora de partir 
hacia los mundos que duermen!

Alberto Guillen
Deucalión

Bien podría titularse esta historia: el Gran Viaje a la Gran Piedra, porque ello sintetizaría de manera muy puntual los acontecimientos de aquel tiempo. Supongo que tendría no muchos años. Era joven aún. Cuando sucedió. Cuando emprendí, empero, el viaje más grande de mi vida.
Antes el mundo era más grande, y habitaban en él, seres increíbles, personajes fantásticos y objetos mágicos. Era otro tiempo. Había, desde siempre, escuchado hablar mucho de la Gran Piedra. Es más; era de lo único que se hablaba entonces. Los mayores que, si eran mayores, pues eran increíblemente grandes, conversaban a cada rato de la gran piedra. Decían unos que llegar ahí era toda una aventura; otros, quizá más valientes, decían que habían ido ya muchas veces: veinte, treinta. Sólo ellos lo sabían. Había entre los mayores los solidarios, púes siempre nos decían: algún día los llevamos a ustedes. Y yo vivía soñando con conocer la Gran Piedra.
El universo que rodeaba la Gran Piedra era bastante extraño, se encontraba en un lugar llamado “Mundo de Dónjulcal” y este hombre, en verdad no era hombre. Decían los mayores que se convertía en lechuza y cuidaba que nadie entre a la Gran Piedra, la piedra era su fuente de poder y hasta su casa. Se había comido a varios, a los pequeños, porque ellos le gustaban más. Vestía con un sombrero grande y una soga siempre colgaba de su hombro. No se le confunda con el Duende; el Duende es más pequeñito y no tiene soga en su hombro. Pero “Dónjulcal” no era el único peligro, estaba también el “Bosque Pajalefante” que configuraba túneles y caminos enormes, laberintos enmarañados donde todo el mundo se perdía y era necesaria la guía de algún mayor. Estaban además las Voladoras: Bestias enormes, aladas y negras que protegían este universo, veían todo y se comían todo, también a ellas los pequeños les gustaban más. Con tantos peligros y quizá muchos más, todos queríamos ir a la Gran Piedra.
Una tarde Jorge, que era uno de los mayores, el más valiente de todos. Había ido incontables veces a la Gran Piedra y hasta más allá de ella, donde pocos lo habían logrado. Se paró frente a nosotros y nos dijo, Mañana nos vamos a la piedra. Todos nos alegramos, iríamos a la gran piedra. Habíamos esperado tanto tiempo y por fin mañana, que no sabía exactamente qué significaba mañana, pero sonaba a que sí iría. Tal vez ya de un rato o demore un poco más, pero había una fecha: mañana.
En ese entonces se había, en este mundo raro, formado dos bandos y se inició una guerra sin sentido. Yo estaba en uno de ellos y no sabía por qué. Sólo me dijeron: No te dejes matar ni coger preso. Eran otros tiempos o ¿quizás otro mundo? El universo de túneles y laberintos de “Pajalefante” fue el escenario de una lucha encarnizada. Nuestros capitanes, que así se les decía a los mayores, nos guiaban: disparen, decían, al piso y todos nos tirábamos al piso. La batalla parecía interminable, pues en una rareza más de este mundo se moría por un momento y luego ya estábamos peleando otra vez. Incluso la decisión de morir era muy discutible. La batalla, como todo, llego a su fin. El balance: Ganó el bando de Jorge, siempre ganaban ellos, ningún muerto, ningún herido. Luego ganadores y vencidos, sobrevivientes y victimas nos íbamos juntos a nuestras casas. En este mundo habíamos logrado la inmortalidad.
Con la esperanza que el suceso de la guerra no alterara el viaje programado, me fui a dormir. No tomé merienda, no era prioritario. Aquella noche tuve un sueño extraño, fantástico aún para este mundo. Soñé que iba a la Gran Piedra y que ésta, era pequeña, que no había monstruos y que “Dónjulcal” era un anciano muy amable. Desperté. Qué raro sueño, era en verdad de otro mundo. Al despertar los rayos del sol me avisaron que era mañana o ¿quizá no? En fin, me levanté rápido, me puse un par de zapatillas de Venus y salí en busca de Jorge y los demás. ¡Oh sorpresa! Era tarde, no había nadie. Ya todos se habían ido. Nadie se acordó de mí, o creyeron que no estaba listo. Ya no iría…
Sentado al pie de una enorme planta de achira, lloraba mi mala suerte. Si dijeron que mañana, ¿de repente no era mañana?, entonces dónde estaban todos. Ya es mañana y todos se han ido menos yo… En verdad estaba muy triste.
En un acto de repentino valor, inspirado en no sé qué, se me ocurrió ir solo. De repente no estaban tan lejos y los alcanzo en el camino, voy, voy detrás de ellos. Pero ¿y Dónjulcal?, ¿y el Duende, las Voladoras, el camino? No puedo solamente ir. Mi valor vaciló un momento, pero mi curiosidad fue más fuerte. Necesitaba un plan. Me sujeté las zapatillas de Venus, conseguí un casco de caparazón de sambumba y busqué entre mis cosas la piedra de cristal que tenían poderes mágicos, tal vez puedan servirme para tumbar una voladora. Mi ron -ron, también me serviría de arma. Entre las cosas de los mayores encontré la espada de “JIMAN”, puede que tenga los poderes que dicen que tiene. Acomodé todo, me di el último aliento de valor y salí en busca de la Gran Piedra.
Todo era novedad para mí, se me parecía el mundo más grande que de costumbre. Era cierto lo que decían los mayores, en su sabiduría nos habían explicado de los peligros de una aventura así. Todo era extraño y sentía un poco, quizás bastante miedo, pero mi corazón me arrojaba hacia adelante, hacia la Gran Piedra. No había rastro de “Dónjulcal”, a lo mejor estaba en la Gran Piedra. Las Voladoras tampoco estaban, el peligro inmediato era el camino, por donde fuera que mirase se veía muros enormes de “Pajalefante”, dos paredes enormes que guiaban mi ruta en la caprichosa dirección que él desease. Muy pronto descubriría que el peligro estaba apenas por comenzar. El sendero se dividía en dos ¿por dónde? Los mayores habían dicho que un camino equivocado te podría llevar a la casa del Duende, Pero ¿por dónde ir?  Me senté y vinieron a mi mente las interrogantes que no quería responder ¿y si regreso?, todavía estoy cerca, puedo ver mi casa desde aquí. Entonces ¿Cuándo voy a conocer la Gran Piedra? Tengo que ir, ya estoy en marcha, ¿pero por dónde? Decidí el camino que parecía más fácil. Avancé dos, tres, algunos pasos más y ya el camino ahora se dividía en tres. Elegí la ruta del medio, avancé, y que raro era todo, a cada paso el sendero se iba convirtiendo en nuevas rutas que se entrecruzaban entre sí. Realmente estaba aturdido. No una, muchas líneas cortaban el camino una y otra vez. Ni siquiera sabía por dónde había venido. Como ningún mal llega solo, ahora sí, las voladoras iniciaron un espectáculo en el cielo azul de este mundo, eran enormes y volaban tan cerca… ¿qué hacer? Correr, ¿a dónde? No lo sé. Entonces mis pies respondieron antes.  Corrí, corrí gritando y llorando, no me importaba los caminos, Dónjulcal, el Duende. Corría, corría y lloraba. En este mundo no estaba prohibido llorar. Y yo lloraba, tampoco estaba prohibido correr, ni tener miedo. Y yo, créanme, tenía miedo, corría y lloraba… ¡Tírate al suelo!, escuché decir. Era la voz familiar de Jorge, que se acercaba como un héroe. Esta vez lo vi más grande que siempre, sin miedo a las voladoras, ágil en el laberinto de “Pajalefante”. Le hice caso y me arrojé al suelo. Se acercó el mayor de lo mayores, me tomó de la mano y me dijo muy suavemente, Aquí es la Gran Piedra.
Era la Gran Piedra en verdad maravillosa. Enorme y mágica. Todos estaban ahí, los pequeños y los mayores, gozando de la conquista. Lo más grandioso de esta piedra era su capacidad de transformación, bien podría ser un gran barco y todos nosotros sus marineros; bien era un camión, un avión, una casa. Ahora era un elefante gigante que nos llevaba a todos por un mundo desconocido. Todo podría ser la Gran Piedra, esa era su magia: guiarnos a todos en el viaje de nuestras vidas.
Hoy ya tengo varios años, soy mayor de los mayores. He ido a la gran piedra, tantas veces como días tiene el año, y aún más. La he visto empequeñecerse con el paso de los años e ir perdiendo su capacidad de transformación. He visto a “Dónjulcal” convertirse en un anciano amable. Ya las voladoras no son tan grandes y se alejan cuando yo me acerco buscado su temeridad. No he vuelto a escuchar del Duende, a lo mejor se aburrió y se fue a otros lares. Ya el mundo no es el mismo mundo. Las cuentas, el trabajo, los vecinos, las noticias, los accidentes, nos han vuelto diferentes. De pronto oigo el llanto de mi hijo, de aquel pequeñín de tres años, corro a su encuentro y está asustado. ¿Qué tienes? le interrogo. ¡Las voladoras!, me dice, ¡la gran piedra! Ahora lo entiendo todo. Él ha emprendido también su gran viaje. Bendita vida. 

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lunes, 11 de mayo de 2020

LOS CUENTOS SIEMPRE SERÁN PODEROSOS/ Leyenda del Palo Santo y otros árboles



Cuéntame un cuento, sonó la voz de Leticia, dirigiéndose a su padre. ¿Un cuento? Pensó éste. Y por primera vez en su vida reconoció que nunca había sido bueno narrando cuentos. Podía contar un chiste, granjear una broma a sus colegas de escuela. Podría, quizá, hasta ser gracioso con gestos exagerados. Pero nunca había contado un cuento. Cuéntame un cuento, repitió la niña, esta vez ya un poco insistente. Veamos, dijo el padre, Te voy a narrar una historia que cuenta la gente de la frontera de Ayavaca, sobre la historia del Palo Santo y otros árboles que un día se encontraron con Dios, Empieza papá, empieza, dijo la niña y se acomodó en la cama mirándolo fijamente.
Cuentan que cierta vez Dios salió de paseo, (empezó a narrar, intentando dar la impresión que sabía lo que decía) vestido de mendigo y sin poderes, pues siempre los dejaba en casa cuando salía a caminar por la tierra. Mientras paseaba cerca de un bosque notó que alguien lo espiaba, lo cual le preocupó mucho, pues sin poderes estaba indefenso. Estando en estos pensamientos vio que el diablo, que era quien le observaba, le empezaba a perseguir. Dios notó las intenciones de su eterno enemigo y se puso a correr a campo abierto. No nos imaginamos que sucedería si el diablo lo alcanzaba. Corría, corría y corría, ahora hacia abajo, ahora por aquella cuesta y ahora por la ladera. Ya estaba cerca el diablo, ya estaba a un paso, Dios corría y ya el diablo estaba nuevamente lejos, o nuevamente cerca, pero ellos corrían y corrían.
Cansado, Dios, se detuvo frente a un árbol y le dijo, Por favor ayúdame, escóndeme entre tu tronco porque el maligno viene tras de mí. El árbol le mira. No tenía el suplicante, facha de alguien importante y de manera despectiva le contestó, Vete, no ves acaso que espantas los admiradores que tengo, todos quieren estar junto a mí, seguramente lo de tu enemigo es un pretexto, vete.
Dios maldijo al árbol diciéndole, Desde hoy en adelante ni las serpientes se te acercarán, todos buscarán alejarse de ti, pues tendrás tantas espinas que serás un peligro. Dicho esto, el árbol quedó todo cubierto de espinas. Faique, es el nombre con el que hoy se conoce a este árbol.
Seguía Dios corriendo, pues el diablo ya lo alcanzaba, vio otro árbol de una cabellera hermosa y fina. Corrió hasta él y le suplicó que lo escondiera, que le diera un espacio para guarecerse, mas este, el árbol de cabellera hermosa le dijo todo molesto, No tengo espacio, en este lugar  sólo entro yo solo y no puedo  compartirlo, vete, vete.
Dios sólo tuvo tiempo para decirle, Si sufres por espacio más gordo te pondrás y ni tú mismo entrarás en ti, así que reventarás. Dicho esto, siguió corriendo. El nombre de este árbol de cabellera hermosa y formas redondeadas, es Ceibo.
Cansados, ambos corrían sin rumbo fijo, sólo corrían. Uno por escapar y el otro por vengarse de siglos de enemistad. Dios vio un último árbol al borde de un precipicio y creyó que quizás lo trataría igual que los demás, por lo que dudó en pedir ayuda, mas antes de abrir la boca para pedir auxilio, el árbol, al darse cuenta del peligro se abrió en dos partes y permitió que Dios entrara en él y se escondiera. En un segundo, Dios desapareció de la vista del diablo. Sorprendido más que molesto se retiró refunfuñando y amenazando quién sabe qué cosas.
Luego de un tiempo, bastante tiempo, el árbol se abrió nuevamente y Dios salió de su escondite. Miró al árbol y lo bendijo diciéndole, Palo Santo serás, pues tienes el olor de Dios y todos desearan estar cerca de ti ya que tu fragancia les dará paz. Este árbol se conoce hoy en día como Palo Santo. Esta es pues la historia de este árbol y de los otros que no quisieron ayudar a Dios.
La niña había escuchado atentamente, la historia de su padre, es más al final ni siquiera interrumpió con sus preguntas. Finalmente dijo algo, Papá si Dios dejó sus poderes en casa, ¿cómo es que pudo convertir a los árboles?
El padre pensó nuevamente. Haber pasado la prueba del cuento era bastante y ahora estaba en una encrucijada de la filosofía.
Bueno, dijo, lo que pasa es que Dios no tenía poderes, pero estaba viviendo en un cuento y los cuentos siempre   serán poderosos.

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lunes, 4 de mayo de 2020

GALLO BRUJO.



Ilustración de gallo de pelea, Ilustración de gallo de gallo de ...Mi mujer siempre ha dicho que eso de hacer pelear los gallos es cosa del demonio, Pobres animales, dice.  Aunque no opina lo mismo cuando están guisados y servidos con yuca y acompañados por un buen jarro de agua dulce.
Pero no es de mi mujer, ni de la comida, ni del agua dulce de que les quiero contar. Les quiero contar acerca de la vez, en que, por pura casualidad, casualidad mismita, tuve que topar un gallo mío con el gallo del brujo Rivas.
¿Cuál gallo dicen? ¿El mío? Cuál va a ser, el Ajiseco, el hijo del Colorao, ése, el mismito que topé con Juan Chininín en la fiesta del Carmen, se acuerdan que de dos saltos picó. ¡Hermoso gallo éste!... igual que el padre. Y yo nunca me imaginé que alguna vez, menos el gallo lo imaginó, que se toparía con un gallo brujo. Pues fue así. Si el dueño es brujo el gallo también lo es, ¿o me van a decir que no?
¿Cuál brujo dicen?... El brujo Rivas, ese viejo barbón y mechoso, que sale hablando por la radio, que lee cartas y adivina con sólo repasarlas. Arto sabido es y muy poderoso. Claro que de cara no es muy agraciado, más parece perro, quizás por eso se tapa la cara con esas mechas y esas barbas negrísimas, negrisísimas como la noche oscura. Ese brujo tiene su afición por los gallos y dicen que no pierde, que sus gallos están asegurados. Así ha de ser.
¿Qué cómo fue? Fue para octubre, para la fiesta del cautivito. Yo había salido a vender mis gallos, pues la cantaleta de mi mujer ya me tenía cansado: que más gastas en tus gallos que en tus hijos, que más quieres esos animales que a tu mujer, que más pierdes que ganas. Pero ustedes saben cómo es la afición. Bueno les decía que había decidido vender algunos y así calmarla por un tiempo. Entonces llevé los gallos de venta, sabía que los aficionados me los pagarían mejor, por eso fui al coliseo. Mi mujer dice que fui a jugar. Pero por vida que no, no fui a jugar. Fui a venderlos. Pero ya estaba ahí, en el coliseo, en medio de los gritos, las apuestas, las plumas, los quiquiriquíes, los ¡urra Colorao!, ¡urra Ají Seco! Ustedes entienden. Eso que sólo los galleros sabemos. Pues cualquiera tiene gallos, pero no todos son galleros. Parado ahí, con mi gallo entre las manos, aturdido y embriagado, noto dos ojos negros que me miraban, escondidos en una barba y unas mechas negrísimas, me hurgaban, me lastimaban, me quemaban. Ahí lo reconocí. Era el brujo Rivas. La sangre se me heló y un escalofrió me recorrió de pies a cabeza. El de los ojos, barba y mechas negras, que han de saber, además, que vestía también de negro se quedó arto rato mirándome ¿a mí?  ¿A mi gallo? A mí y a mi gallo.
¿La pelea dices? Ya pues, yo estaba turbado y por eso no vi que él tenía también un gallo en sus manos. Cuando reaccioné me di cuenta que su gallo no era negro, como ustedes, seguramente pensarán. Al contrario: Era blanco. Un blanco precioso, puro grande, altivo, soberbio… Después algunos dijeron que de hecho el gallo era negro, que había muerto dos semanas atrás y que en una mesada había sido vuelto a la vida, a las cuatro y veintiséis de la mañana, entre el rebuznar del burro, el canto de los gallos, el bufido del toro y la alegría de los cerros. Había vuelto más poderoso y blanco. Y ese gallo, estaba ahí, frente a nosotros. Lo único que era igual con su dueño, era la mirada penetrante e hiriente. No sé de dónde surgió, en mí o en mi gallo, pero un segundo escalofrió nos recorrió a ambos.
Juguemos, dijo. Tuve la esperanza que no fuera para mí. Miré a mí alrededor pero no había nadie más. El mundo, la gente, el coliseo habían desaparecido, en un acto de lo más desconocido, estábamos solos. Me quedaba en todo, aún la esperanza que no hubiera dicho lo que dijo y que en verdad yo si escuché, y ahí estaba otra vez repitiéndolo, Topémoslos, y señaló los gallos. No sé por qué, ni cómo, ni cuándo, y no me pregunten, pero en un repentino movimiento de labios yo contesté, Ya pues topémoslos. Eso fue todo. Ya los gallos estaban siendo calzados. El mundo y la gente aparecieron nuevamente como de la nada. Las apuestas se gritaban, los asistentes se movían de un lado para otro ¿Y yo?  Sin saber qué hacer.
¡Ochocientos soles de apuesta!, cantaron. ¿Ochocientos?  O algo así. Cogí a mi gallo le froté las piernas, le escupí cañazo y le hablé.  El brujo también hablaba al Blanco, algo le decía, una oración, dicen que era el padre nuestro al revés, yo no lo escuché, estaba diciéndole a mi gallo tienes que ganar y mis palabras más que para el gallo eran para mí.
Saltaron los gallos.  En el círculo el Ajiseco, mi Ajiseco y el Blanco, el Blanco del brujo. Sonaron los aleteos, volaron las plumas y la pelea estaba ya.
Los ojos negros miraban detenidamente su gallo, ahora al Ajiseco, ahora a mí y esa mirada era dura, amenazante. Miré los gallos y se me pareció, les juro, que el Blanco era más grande, diez veces más, quizás más y a cada aletazo que daba lanzaba rayos de colores que nos enceguecían. Nuevamente el mundo desapareció. El juez, la campana, los apostadores, los borrachines, no estaban. El Ajiseco, el Blanco, el brujo y este humilde narrador. Nadie más estaba ahí.
Pese a todo, mi gallo paraba bien. Saltó y rosó el ojo del enemigo. Una línea roja finísima de sangre se empezó a escurrir del Blanco. Éste, sin embargo, le respondió con una espoleada certera en la pierna derecha. ¡Es mío!, gritó el dueño, ¡doblo la apuesta!... ¡Doblo! contesté yo, en un repentino aire de coraje, Total, dije. El Ajiseco había caído, sangraba y el brujo, es decir el gallo, cantaba ufanándose de un triunfo fácil. ¿Triunfo? Ya quisieran. Fue una caída rápida, el hijo del Colorao se levantó nuevamente y fue al encuentro. Ambos saltaron, se empujaron, se abrazaron, es decir se arrimaron, picó el Blanco, picó el Ajiseco. ¿Cuál cae primero? Otra vez saltaron. Otra vez y otra vez cayeron. Uno tras de otro y tal como caían se levantaban. Hasta que en un relampagueo. ¡¡¡Zas!!!, cayó el Blanco y esta vez definitivamente.
Sangró, se sacudió y murió. La mirada perdida daba hacia mí y se parecía a la de su dueño, pero esta vez los miré bien y ya no eran tan amenazantes. Y yo al fin acepté que tenía miedo. Miedo a no sé qué, a los gallos, a los brujos, a la gente, la cual ya apareció y festejaba el encuentro como el más grande de la historia del coliseo. El brujo tomó su gallo lo metió en una bolsa y no era tan temible, al contrario, me pareció bastante sencillo, hasta era agradable. Se dirigió hacia mí y me dijo véndemelo. Lo miré fijamente y le dije: No, y me fui a mi casa.

UN POEMA LLAMADO EFRAÍN RÍOS

      Por, Héctor Manolo Gonza Rivera. Traigo algunas ideas para compartir. Sobre la sabiduría, la esperanza, la humanidad y el amor.   ...