Mi mujer siempre ha dicho que eso de hacer
pelear los gallos es cosa del demonio, Pobres animales, dice. Aunque no opina lo mismo cuando están
guisados y servidos con yuca y acompañados por un buen jarro de agua dulce.
Pero no es de mi mujer, ni de la comida,
ni del agua dulce de que les quiero contar. Les quiero contar acerca de la vez,
en que, por pura casualidad, casualidad mismita, tuve que topar un gallo mío
con el gallo del brujo Rivas.
¿Cuál gallo dicen? ¿El mío? Cuál va a ser,
el Ajiseco, el hijo del Colorao, ése, el mismito que topé con Juan Chininín en
la fiesta del Carmen, se acuerdan que de dos saltos picó. ¡Hermoso gallo
éste!... igual que el padre. Y yo nunca me imaginé que alguna vez, menos el
gallo lo imaginó, que se toparía con un gallo brujo. Pues fue así. Si el dueño
es brujo el gallo también lo es, ¿o me van a decir que no?
¿Cuál brujo dicen?... El brujo Rivas, ese viejo
barbón y mechoso, que sale hablando por la radio, que lee cartas y adivina con
sólo repasarlas. Arto sabido es y muy poderoso. Claro que de cara no es muy
agraciado, más parece perro, quizás por eso se tapa la cara con esas mechas y esas
barbas negrísimas, negrisísimas como la noche oscura. Ese brujo tiene su
afición por los gallos y dicen que no pierde, que sus gallos están asegurados. Así ha de ser.
¿Qué cómo fue? Fue para octubre, para la
fiesta del cautivito. Yo había salido a vender mis gallos, pues la cantaleta de
mi mujer ya me tenía cansado: que más gastas en tus gallos que en tus hijos, que
más quieres esos animales que a tu mujer, que más pierdes que ganas. Pero
ustedes saben cómo es la afición. Bueno les decía que había decidido vender
algunos y así calmarla por un tiempo. Entonces llevé los gallos de venta, sabía
que los aficionados me los pagarían mejor, por eso fui al coliseo. Mi mujer
dice que fui a jugar. Pero por vida que no, no fui a jugar. Fui a venderlos.
Pero ya estaba ahí, en el coliseo, en medio de los gritos, las apuestas, las
plumas, los quiquiriquíes, los ¡urra Colorao!, ¡urra Ají Seco! Ustedes
entienden. Eso que sólo los galleros sabemos. Pues cualquiera tiene gallos,
pero no todos son galleros. Parado ahí, con mi gallo entre las manos, aturdido
y embriagado, noto dos ojos negros que me miraban, escondidos en una barba y
unas mechas negrísimas, me hurgaban, me lastimaban, me quemaban. Ahí lo
reconocí. Era el brujo Rivas. La sangre se me heló y un escalofrió me recorrió
de pies a cabeza. El de los ojos, barba y mechas negras, que han de saber,
además, que vestía también de negro se quedó arto rato mirándome ¿a mí? ¿A mi gallo? A mí y a mi gallo.
¿La pelea dices? Ya pues, yo estaba
turbado y por eso no vi que él tenía también un gallo en sus manos. Cuando
reaccioné me di cuenta que su gallo no era negro, como ustedes, seguramente
pensarán. Al contrario: Era blanco. Un blanco precioso, puro grande, altivo,
soberbio… Después algunos dijeron que de hecho el gallo era negro, que había
muerto dos semanas atrás y que en una mesada
había sido vuelto a la vida, a las cuatro y veintiséis de la mañana, entre el rebuznar
del burro, el canto de los gallos, el bufido del toro y la alegría de los
cerros. Había vuelto más poderoso y blanco. Y ese gallo, estaba ahí, frente a
nosotros. Lo único que era igual con su dueño, era la mirada penetrante e
hiriente. No sé de dónde surgió, en mí o en mi gallo, pero un segundo
escalofrió nos recorrió a ambos.
Juguemos, dijo. Tuve la esperanza que no
fuera para mí. Miré a mí alrededor pero no había nadie más. El mundo, la gente,
el coliseo habían desaparecido, en un acto de lo más desconocido, estábamos
solos. Me quedaba en todo, aún la esperanza que no hubiera dicho lo que dijo y
que en verdad yo si escuché, y ahí estaba otra vez repitiéndolo, Topémoslos, y señaló los gallos. No sé
por qué, ni cómo, ni cuándo, y no me pregunten, pero en un repentino movimiento
de labios yo contesté, Ya pues topémoslos.
Eso fue todo. Ya los gallos estaban siendo calzados.
El mundo y la gente aparecieron nuevamente como de la nada. Las apuestas se
gritaban, los asistentes se movían de un lado para otro ¿Y yo? Sin saber qué hacer.
¡Ochocientos soles de apuesta!, cantaron.
¿Ochocientos? O algo así. Cogí a mi
gallo le froté las piernas, le escupí cañazo y le hablé. El brujo también hablaba al Blanco, algo le
decía, una oración, dicen que era el padre nuestro al revés, yo no lo escuché,
estaba diciéndole a mi gallo tienes que ganar y mis palabras más que para el
gallo eran para mí.
Saltaron los gallos. En el círculo el Ajiseco, mi Ajiseco y el Blanco,
el Blanco del brujo. Sonaron los aleteos, volaron las plumas y la pelea estaba
ya.
Los ojos negros miraban detenidamente su
gallo, ahora al Ajiseco, ahora a mí y esa mirada era dura, amenazante. Miré los
gallos y se me pareció, les juro, que el Blanco era más grande, diez veces más,
quizás más y a cada aletazo que daba lanzaba rayos de colores que nos
enceguecían. Nuevamente el mundo desapareció. El juez, la campana, los apostadores,
los borrachines, no estaban. El Ajiseco, el Blanco, el brujo y este humilde
narrador. Nadie más estaba ahí.
Pese a todo, mi gallo paraba bien. Saltó y rosó el ojo del enemigo. Una línea roja
finísima de sangre se empezó a escurrir del Blanco. Éste, sin embargo, le
respondió con una espoleada certera en la pierna derecha. ¡Es mío!, gritó el
dueño, ¡doblo la apuesta!... ¡Doblo! contesté yo, en un repentino aire de coraje,
Total, dije. El Ajiseco había caído, sangraba y el brujo, es decir el gallo, cantaba
ufanándose de un triunfo fácil. ¿Triunfo? Ya quisieran. Fue una caída rápida,
el hijo del Colorao se levantó nuevamente y fue al encuentro. Ambos saltaron,
se empujaron, se abrazaron, es decir se arrimaron,
picó el Blanco, picó el Ajiseco. ¿Cuál cae primero? Otra vez saltaron. Otra vez
y otra vez cayeron. Uno tras de otro y tal como caían se levantaban. Hasta que
en un relampagueo. ¡¡¡Zas!!!, cayó el Blanco y esta vez definitivamente.
Sangró, se sacudió y murió. La mirada
perdida daba hacia mí y se parecía a la de su dueño, pero esta vez los miré
bien y ya no eran tan amenazantes. Y yo al fin acepté que tenía miedo. Miedo a
no sé qué, a los gallos, a los brujos, a la gente, la cual ya apareció y
festejaba el encuentro como el más grande de la historia del coliseo. El brujo
tomó su gallo lo metió en una bolsa y no era tan temible, al contrario, me
pareció bastante sencillo, hasta era agradable. Se dirigió hacia mí y me dijo
véndemelo. Lo miré fijamente y le dije: No, y me fui a mi casa.
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