lunes, 23 de noviembre de 2020
domingo, 8 de noviembre de 2020
lunes, 27 de julio de 2020
jueves, 9 de julio de 2020
LAS AVENTURAS DEL CONEJO ALEJO/ El queso que no era queso.
Nuestro amigo Alejo se niega a quedarse quieto y esta vez nos presenta otra de sus aventuras con la esperanza que les guste y puedan compartirla con todos sus amigos y familiares.
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sábado, 20 de junio de 2020
LAS AVENTURAS DEL CONEJO ALEJO II / LAS OVEJAS QUE NO ERAN OVEJAS
Una vez más nuestro amigo Alejo nos comparte una de sus travesuras. Espero que todos se diviertan y lo compartan con lo pequeñines.
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domingo, 7 de junio de 2020
miércoles, 20 de mayo de 2020
LA COLLONA, EL ENCANTADO Y LOS HOMBRES DE MALOS PENSAMIENTOS
En la Comunidad Campesina de Chocán, entre
los caseríos de Tablas y Huachuma se encuentra una hermosa construcción de
piedra sobre la entrada de una cueva, la cual es conocida por los lugareños con
el nombre de Collona. Sobre ella se han elaborado una serie de relatos
fantásticos, de encantamientos, de desaparecidos, de aparecidos y de hechizos.
Hay quienes dicen que al penetrar en ella encontraríamos un mundo maravilloso
hecho de oro y plata. Otros, creen que es un túnel que comunica con Quito,
Cusco o Cajamarca.
Se cree también, que antes la Collona
servía para guardar alimentos y a la vez de predicción sobre las cosechas de
cada año. Arrojando algunos granos hacia
el interior de la cueva y si estos hacen un sonido suave y prolongado sabremos
que el año va a ser muy bueno, por el contrario, si el sonido es seco y corto,
el año va a ser malo y la gente se tiene que preparar.
Cuenta la tradición que cierta vez un
muchacho más o menos de catorce o quince años (los que refirieron esta historia
no alcanzan a ponerse de acuerdo) estaba jugando en un plan cerca a la Collona.
Se sabía que esa parte del cerro es brava,
pues muchos animales ya se habían perdido o muerto cerca y más de un poblador,
algo despistado en las tardes de neblina, aseguraban haber escuchado silbidos,
voces y llamados. Pero el muchacho, que no tenía tanta edad para tomar las
cosas en serio, ni la poca edad como para tener miedo, aun conocedor de lo que
venimos conversando no hizo caso y se acercaba cada vez más, conforme su pelota
le iba atrayendo a la construcción de piedra.
Dicen, que unos señores que estaban por
ahí cosechando frejoles (por lo que suponemos esto se dio en el mes de julio o
agosto cuando los laberintos de nudillo van perdiendo su forma y hacen visibles
senderos enmarañados) testimoniaron que hasta eso de las cinco de la tarde el
muchacho estaba jugando por ahí. Cuando ya la noche entraba y un viento extraño
les acarició fríamente, había desaparecido. Entre ellos conversaron las
posibilidades que se haya cansado y se fue a su casa; otros pensaron que estaba
escondido o detrás de un monte, sólo uno atinó a proponer en forma de broma,
que quizá la Collona habría tapiado
al muchacho; pero entre la poca sorpresa y el mucho cansancio de los hombres,
el tema quedó ahí.
La familia, por su parte, habría comentado
que ese día el muchacho no regresó a su casa. Que había salido temprano a mudar
unos burros y que nadie le extrañó al almuerzo, pues se llevó unas tortillas
con queso de fiambre. Tampoco les hizo raro que hasta eso de las ocho de la
noche no regresara, sabían ellos, que le gustaba quedarse jugando hasta tarde.
A eso de las diez de la noche la preguntadera con ira y poco a poco la
preguntadera con temor, alarmó a todo el pueblo. Algo malo le había pasado. Ese
día no regresó a su casa y lo mismo por muchos días más. Nadie supo que había
pasado, quizá se fue al Ecuador, quizá se fue a la costa, las posibilidades
eran una larga lista de Quizás.
Al siguiente verano (o quizá unos cuantos
veranos después) un grupo de niños que estaban jugando cerca de la Collona
afirmaron que vieron a un joven todo desgreñado y sucio que salía de la cueva y
se sentaba sobre unas piedras a tomar el sol. Se abrigaba. Luego si escuchaba
algún ruido huía como un animal hacia el interior de la cueva. Los mismos datos
le siguieron después: un hombre que había perdido un burro, unos enamorados que
andaban buscado tranquilidad, huyeron despavoridos por la misma imagen. Poco a
poco fue corriendo la idea que en la Collona los días martes y viernes de cada
semana un encantando salía a tomar el
sol y si alguien se acercaba tomaba el riesgo de irse con él y nunca más
volver.
La familia del joven que, por supuesto
nuca renunciaría a la posibilidad de rescatarlo, se empeñó en romper el
encanto. Para ello acudieron a médicos de
diversos lugares, uno lo llevó donde otro y el otro donde otro, hasta que en
ese círculo llegaron donde uno, que extendiendo la baraja, comunicó que el
encantado se trataba del muchacho antes perdido, que el encanto era de la
Collona y que dentro había un entierro de gentiles que no se podía calcular la
magnitud. En la mesada que posteriormente celebraron, agregó que él, si podía
sacarlo, pero que para ello era necesario además de los implementos propios del
rito; varas, espadas, artes y
perfumes; una beta bendecida con agua de San Francisco y cuatro hombres de alma
pura y buenos pensamientos que quisieran ayudar a romper el encantamiento.
Fue fácil de conseguir aquello de la beta
bendita, más lo de los hombres era una cosa que siempre sería inquietante.
Buscaron entre los amigos más fieles y buenos de la familia y otros que
quisieran de todo corazón que el joven volviera a la casa. Una semana después
el médico, algunos familiares y los cuatro hombres se dirigieron a la Collona a
esperar que los primeros rayos del sol salieran a tentar al encantado la
necesidad de abrigo. Cuando el sol calentó algo, a eso de las diez o quizá las
once, vieron todos absortos que el encantado salió a una piedra y empezó a
retozarse sobre ella. Descuidado, todo roto, el pelo tan grande como sus uñas y
los ojos de un animal siempre acechantes y huidizos.
A la señal del médico, los hombres de buen corazón se abalanzaron sobre el
encantado. Alguien le lanzó la beta bendita y lo lacearon. Era un espectáculo desgarrador de gritos, bufidos,
gruñidos, llantos; el desorden y el temor entremezclados con alegría y
esperanza. Después de unos inmensos diez minutos de jaloneo y de una tenaz
lucha de los hombres con el encantado y del médico con la sombra del cerro,
pudieron domarlos. El encantado cayó
desmayado y los hombres aprovecharon para amarrarlo a un madero y al tiempo se
turnaron para cargarlo y regresar a la casa. Los cantos, despachos y evocamientos
del médico estaban dando resultado, le estaban arrancando al cerro una de sus
víctimas.
Cuando ya estaban dando los primeros
metros del regreso. La Collona, antes de piedra, empezó a tomar un matiz
diferente. Fue asumiendo un brillo intenso, se estaba volviendo de oro cada
piedra. Más todavía, la entrada de la cueva se amplió tanto que hacia su
interior se pudo ver una ciudad maravillosa, era un pueblo construido en oro y
plata, Los animales eran de oro y plata y se presentaba tan apetecible que el
médico sólo alcanzó a decir a los hombres que cargaban al encantado, que cerraran
los ojos.
Entonces todos cerraron los ojos. Pero la
imaginación fue más grande. Cada quien se veía como un hombre rico, pensando en
tener grandezas, los sentimientos y los pensamientos de los hombres cambiaron.
Ya no querían ayudar al encantado, querían volver y tomar todo el oro y la
plata que pudieran. El médico despachaba sus perfumes y peleaba. A ratos sudaba frio y a ratos saltaba con sus
varas de chonta. Golpeaba las
espaldas de los cargadores y cerraba los ojos para evitar la aparición de la ciudad. Ya estaban avanzando algo más y pese a los
deseos de riqueza muchos se mantuvieron firmes.
Solo uno creyó que esta era la oportunidad
de su vida y loco de avaricia soltó al encantado y corrió hasta donde las
piedras de oro a querer coger algo para su fortuna. Esto fue suficiente para
que el encantado despertara hiciera un esfuerzo no muy grande y como arte de
magia quedó libre y su cuerpo fue atraído hasta la entrada de la cueva, que
nuevamente se convertía en piedra. Esta vez la Collona no se cerró hasta que su
viejo huésped el muchacho encantado estuviera dentro y además el nuevo huésped
seria el hombre de espíritu débil y malos pensamientos que no pudo controlar su
avaricia.
La gente regresó triste de la jornada y
desde ese día han contado esta historia que no se sabe cuándo ocurrió, pero que
de generación en generación ha llegado hasta nuestros días para dejarnos el
mensaje que las fuerzas del cerro ponen a prueba la limpieza de nuestros
espíritus y la calidad de nuestros pensamientos.
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viernes, 15 de mayo de 2020
EL VIAJE MÁS GRANDE
¿Hacia dónde?
¡No importa! La Vida esconde
mundos en germen
que aún falta descubrir:
Corazón, es hora de partir
hacia los mundos que duermen!
Alberto Guillen
Deucalión
Bien podría titularse esta historia: el Gran Viaje a la
Gran Piedra, porque ello sintetizaría de manera muy puntual los acontecimientos
de aquel tiempo. Supongo que tendría no muchos años. Era joven aún. Cuando
sucedió. Cuando emprendí, empero, el viaje más grande de mi vida.
Antes el mundo era más grande, y habitaban en él, seres
increíbles, personajes fantásticos y objetos mágicos. Era otro tiempo. Había,
desde siempre, escuchado hablar mucho de la Gran Piedra. Es más; era de lo
único que se hablaba entonces. Los mayores que, si eran mayores, pues eran
increíblemente grandes, conversaban a cada rato de la gran piedra. Decían unos
que llegar ahí era toda una aventura; otros, quizá más valientes, decían que
habían ido ya muchas veces: veinte, treinta. Sólo ellos lo sabían. Había entre
los mayores los solidarios, púes siempre nos decían: algún día los llevamos a
ustedes. Y yo vivía soñando con conocer la Gran Piedra.
El universo que rodeaba la Gran Piedra era bastante extraño,
se encontraba en un lugar llamado “Mundo
de Dónjulcal” y este hombre, en verdad no era hombre. Decían los mayores
que se convertía en lechuza y cuidaba que nadie entre a la Gran Piedra, la
piedra era su fuente de poder y hasta su casa. Se había comido a varios, a los
pequeños, porque ellos le gustaban más. Vestía con un sombrero grande y una
soga siempre colgaba de su hombro. No se le confunda con el Duende; el Duende
es más pequeñito y no tiene soga en su hombro. Pero “Dónjulcal” no era el único
peligro, estaba también el “Bosque
Pajalefante” que configuraba túneles y caminos enormes, laberintos
enmarañados donde todo el mundo se perdía y era necesaria la guía de algún
mayor. Estaban además las Voladoras:
Bestias enormes, aladas y negras que protegían este universo, veían todo y se
comían todo, también a ellas los pequeños les gustaban más. Con tantos peligros
y quizá muchos más, todos queríamos ir a la Gran Piedra.
Una tarde Jorge, que era uno de los mayores, el más
valiente de todos. Había ido incontables veces a la Gran Piedra y hasta más
allá de ella, donde pocos lo habían logrado. Se paró frente a nosotros y nos
dijo, Mañana nos vamos a la piedra. Todos nos alegramos, iríamos a la gran
piedra. Habíamos esperado tanto tiempo y por fin mañana, que no sabía
exactamente qué significaba mañana, pero sonaba a que sí iría. Tal vez ya de un
rato o demore un poco más, pero había una fecha: mañana.
En ese entonces se había, en este mundo raro, formado dos
bandos y se inició una guerra sin sentido. Yo estaba en uno de ellos y no sabía
por qué. Sólo me dijeron: No te dejes
matar ni coger preso. Eran otros tiempos o ¿quizás otro mundo? El universo
de túneles y laberintos de “Pajalefante”
fue el escenario de una lucha encarnizada. Nuestros capitanes, que así se les
decía a los mayores, nos guiaban: disparen, decían, al piso y todos nos
tirábamos al piso. La batalla parecía interminable, pues en una rareza más de
este mundo se moría por un momento y luego ya estábamos peleando otra vez.
Incluso la decisión de morir era muy discutible. La batalla, como todo, llego a
su fin. El balance: Ganó el bando de Jorge, siempre ganaban ellos, ningún
muerto, ningún herido. Luego ganadores y vencidos, sobrevivientes y victimas
nos íbamos juntos a nuestras casas. En este mundo habíamos logrado la
inmortalidad.
Con la esperanza que el suceso de la guerra no alterara el
viaje programado, me fui a dormir. No tomé merienda, no era prioritario. Aquella
noche tuve un sueño extraño, fantástico aún para este mundo. Soñé que iba a la
Gran Piedra y que ésta, era pequeña, que no había monstruos y que “Dónjulcal” era un anciano muy amable.
Desperté. Qué raro sueño, era en verdad de otro mundo. Al despertar los rayos
del sol me avisaron que era mañana o ¿quizá no? En fin, me levanté rápido, me
puse un par de zapatillas de Venus y salí en busca de Jorge y los demás. ¡Oh
sorpresa! Era tarde, no había nadie. Ya todos se habían ido. Nadie se acordó de
mí, o creyeron que no estaba listo. Ya no iría…
Sentado al pie de una enorme planta de achira, lloraba mi
mala suerte. Si dijeron que mañana, ¿de repente no era mañana?, entonces dónde
estaban todos. Ya es mañana y todos se han ido menos yo… En verdad estaba muy
triste.
En un acto de repentino valor, inspirado en no sé qué, se me
ocurrió ir solo. De repente no estaban tan lejos y los alcanzo en el camino,
voy, voy detrás de ellos. Pero ¿y Dónjulcal?, ¿y el Duende, las Voladoras, el
camino? No puedo solamente ir. Mi valor vaciló un momento, pero mi curiosidad
fue más fuerte. Necesitaba un plan. Me sujeté las zapatillas de Venus, conseguí
un casco de caparazón de sambumba y
busqué entre mis cosas la piedra de cristal que tenían poderes mágicos, tal vez
puedan servirme para tumbar una voladora. Mi ron -ron, también me serviría de
arma. Entre las cosas de los mayores encontré la espada de “JIMAN”, puede que tenga los poderes que dicen que tiene. Acomodé
todo, me di el último aliento de valor y salí en busca de la Gran Piedra.
Todo era novedad para mí, se me parecía el mundo más grande
que de costumbre. Era cierto lo que decían los mayores, en su sabiduría nos
habían explicado de los peligros de una aventura así. Todo era extraño y sentía
un poco, quizás bastante miedo, pero mi corazón me arrojaba hacia adelante, hacia
la Gran Piedra. No había rastro de “Dónjulcal”,
a lo mejor estaba en la Gran Piedra. Las Voladoras tampoco estaban, el peligro
inmediato era el camino, por donde fuera que mirase se veía muros enormes de “Pajalefante”, dos paredes enormes que
guiaban mi ruta en la caprichosa dirección que él desease. Muy pronto
descubriría que el peligro estaba apenas por comenzar. El sendero se dividía en
dos ¿por dónde? Los mayores habían dicho que un camino equivocado te podría llevar
a la casa del Duende, Pero ¿por dónde ir?
Me senté y vinieron a mi mente las interrogantes que no quería responder
¿y si regreso?, todavía estoy cerca, puedo ver mi casa desde aquí. Entonces
¿Cuándo voy a conocer la Gran Piedra? Tengo que ir, ya estoy en marcha, ¿pero
por dónde? Decidí el camino que parecía más fácil. Avancé dos, tres, algunos
pasos más y ya el camino ahora se dividía en tres. Elegí la ruta del medio,
avancé, y que raro era todo, a cada paso el sendero se iba convirtiendo en
nuevas rutas que se entrecruzaban entre sí. Realmente estaba aturdido. No una,
muchas líneas cortaban el camino una y otra vez. Ni siquiera sabía por dónde
había venido. Como ningún mal llega solo, ahora sí, las voladoras iniciaron un
espectáculo en el cielo azul de este mundo, eran enormes y volaban tan cerca…
¿qué hacer? Correr, ¿a dónde? No lo sé. Entonces mis pies respondieron
antes. Corrí, corrí gritando y llorando,
no me importaba los caminos, Dónjulcal, el Duende. Corría, corría y lloraba. En
este mundo no estaba prohibido llorar. Y yo lloraba, tampoco estaba prohibido
correr, ni tener miedo. Y yo, créanme, tenía miedo, corría y lloraba… ¡Tírate
al suelo!, escuché decir. Era la voz familiar de Jorge, que se acercaba como un
héroe. Esta vez lo vi más grande que siempre, sin miedo a las voladoras, ágil
en el laberinto de “Pajalefante”. Le
hice caso y me arrojé al suelo. Se acercó el mayor de lo mayores, me tomó de la
mano y me dijo muy suavemente, Aquí es la Gran Piedra.
Era la Gran Piedra en verdad maravillosa. Enorme y mágica.
Todos estaban ahí, los pequeños y los mayores, gozando de la conquista. Lo más
grandioso de esta piedra era su capacidad de transformación, bien podría ser un
gran barco y todos nosotros sus marineros; bien era un camión, un avión, una casa.
Ahora era un elefante gigante que nos llevaba a todos por un mundo desconocido.
Todo podría ser la Gran Piedra, esa era su magia: guiarnos a todos en el viaje
de nuestras vidas.
Hoy ya tengo varios años, soy mayor de los mayores. He ido
a la gran piedra, tantas veces como días tiene el año, y aún más. La he visto
empequeñecerse con el paso de los años e ir perdiendo su capacidad de
transformación. He visto a “Dónjulcal”
convertirse en un anciano amable. Ya las voladoras no son tan grandes y se alejan
cuando yo me acerco buscado su temeridad. No he vuelto a escuchar del Duende, a
lo mejor se aburrió y se fue a otros lares. Ya el mundo no es el mismo mundo.
Las cuentas, el trabajo, los vecinos, las noticias, los accidentes, nos han
vuelto diferentes. De pronto oigo el llanto de mi hijo, de aquel pequeñín de
tres años, corro a su encuentro y está asustado. ¿Qué tienes? le interrogo.
¡Las voladoras!, me dice, ¡la gran piedra! Ahora lo entiendo todo. Él ha
emprendido también su gran viaje. Bendita vida.
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lunes, 11 de mayo de 2020
LOS CUENTOS SIEMPRE SERÁN PODEROSOS/ Leyenda del Palo Santo y otros árboles
Cuéntame un cuento, sonó la
voz de Leticia, dirigiéndose a su padre. ¿Un cuento? Pensó éste. Y por primera
vez en su vida reconoció que nunca había sido bueno narrando cuentos. Podía
contar un chiste, granjear una broma a sus colegas de escuela. Podría, quizá,
hasta ser gracioso con gestos exagerados. Pero nunca había contado un cuento.
Cuéntame un cuento, repitió la niña, esta vez ya un poco insistente. Veamos,
dijo el padre, Te voy a narrar una historia que cuenta la gente de la frontera
de Ayavaca, sobre la historia del Palo Santo y otros árboles que un día se
encontraron con Dios, Empieza papá, empieza, dijo la niña y se acomodó en la
cama mirándolo fijamente.
Cuentan que cierta vez Dios
salió de paseo, (empezó a narrar, intentando dar la impresión que sabía lo que
decía) vestido de mendigo y sin poderes, pues siempre los dejaba en casa cuando
salía a caminar por la tierra. Mientras paseaba cerca de un bosque notó que
alguien lo espiaba, lo cual le preocupó mucho, pues sin poderes estaba
indefenso. Estando en estos pensamientos vio que el diablo, que era quien le
observaba, le empezaba a perseguir. Dios notó las intenciones de su eterno
enemigo y se puso a correr a campo abierto. No nos imaginamos que sucedería si
el diablo lo alcanzaba. Corría, corría y corría, ahora hacia abajo, ahora por aquella
cuesta y ahora por la ladera. Ya estaba cerca el diablo, ya estaba a un paso,
Dios corría y ya el diablo estaba nuevamente lejos, o nuevamente cerca, pero
ellos corrían y corrían.
Cansado, Dios, se detuvo
frente a un árbol y le dijo, Por favor ayúdame, escóndeme entre tu tronco porque
el maligno viene tras de mí. El árbol le mira. No tenía el suplicante, facha de
alguien importante y de manera despectiva le contestó, Vete, no ves acaso que
espantas los admiradores que tengo, todos quieren estar junto a mí, seguramente
lo de tu enemigo es un pretexto, vete.
Dios maldijo al árbol
diciéndole, Desde hoy en adelante ni las serpientes se te acercarán, todos buscarán
alejarse de ti, pues tendrás tantas espinas que serás un peligro. Dicho esto,
el árbol quedó todo cubierto de espinas. Faique, es el nombre con el que hoy se
conoce a este árbol.
Seguía Dios corriendo, pues el
diablo ya lo alcanzaba, vio otro árbol de una cabellera hermosa y fina. Corrió
hasta él y le suplicó que lo escondiera, que le diera un espacio para
guarecerse, mas este, el árbol de cabellera hermosa le dijo todo molesto, No
tengo espacio, en este lugar sólo entro
yo solo y no puedo compartirlo, vete,
vete.
Dios sólo tuvo tiempo para
decirle, Si sufres por espacio más gordo te pondrás y ni tú mismo entrarás en
ti, así que reventarás. Dicho esto, siguió corriendo. El nombre de este árbol
de cabellera hermosa y formas redondeadas, es Ceibo.
Cansados, ambos corrían sin rumbo fijo, sólo corrían. Uno por escapar y el otro por
vengarse de siglos de enemistad. Dios vio un último árbol al borde de un
precipicio y creyó que quizás lo trataría igual que los demás, por lo que dudó
en pedir ayuda, mas antes de abrir la boca para pedir auxilio, el árbol, al
darse cuenta del peligro se abrió en dos partes y permitió que Dios entrara en
él y se escondiera. En un segundo, Dios desapareció de la vista del diablo.
Sorprendido más que molesto se retiró refunfuñando y amenazando quién sabe qué cosas.
Luego de un tiempo, bastante
tiempo, el árbol se abrió nuevamente y Dios salió de su escondite. Miró al
árbol y lo bendijo diciéndole, Palo Santo serás, pues tienes el olor de Dios y
todos desearan estar cerca de ti ya que tu fragancia les dará paz. Este árbol
se conoce hoy en día como Palo Santo. Esta es pues la historia de este árbol y
de los otros que no quisieron ayudar a Dios.
La niña había escuchado
atentamente, la historia de su padre, es más al final ni siquiera interrumpió
con sus preguntas. Finalmente dijo algo, Papá si Dios dejó sus poderes en casa,
¿cómo es que pudo convertir a los árboles?
El padre pensó nuevamente. Haber
pasado la prueba del cuento era bastante y ahora estaba en una encrucijada de
la filosofía.
Bueno, dijo, lo que pasa es
que Dios no tenía poderes, pero estaba viviendo en un cuento y los cuentos
siempre serán poderosos.
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lunes, 4 de mayo de 2020
GALLO BRUJO.
Mi mujer siempre ha dicho que eso de hacer
pelear los gallos es cosa del demonio, Pobres animales, dice. Aunque no opina lo mismo cuando están
guisados y servidos con yuca y acompañados por un buen jarro de agua dulce.
Pero no es de mi mujer, ni de la comida,
ni del agua dulce de que les quiero contar. Les quiero contar acerca de la vez,
en que, por pura casualidad, casualidad mismita, tuve que topar un gallo mío
con el gallo del brujo Rivas.
¿Cuál gallo dicen? ¿El mío? Cuál va a ser,
el Ajiseco, el hijo del Colorao, ése, el mismito que topé con Juan Chininín en
la fiesta del Carmen, se acuerdan que de dos saltos picó. ¡Hermoso gallo
éste!... igual que el padre. Y yo nunca me imaginé que alguna vez, menos el
gallo lo imaginó, que se toparía con un gallo brujo. Pues fue así. Si el dueño
es brujo el gallo también lo es, ¿o me van a decir que no?
¿Cuál brujo dicen?... El brujo Rivas, ese viejo
barbón y mechoso, que sale hablando por la radio, que lee cartas y adivina con
sólo repasarlas. Arto sabido es y muy poderoso. Claro que de cara no es muy
agraciado, más parece perro, quizás por eso se tapa la cara con esas mechas y esas
barbas negrísimas, negrisísimas como la noche oscura. Ese brujo tiene su
afición por los gallos y dicen que no pierde, que sus gallos están asegurados. Así ha de ser.
¿Qué cómo fue? Fue para octubre, para la
fiesta del cautivito. Yo había salido a vender mis gallos, pues la cantaleta de
mi mujer ya me tenía cansado: que más gastas en tus gallos que en tus hijos, que
más quieres esos animales que a tu mujer, que más pierdes que ganas. Pero
ustedes saben cómo es la afición. Bueno les decía que había decidido vender
algunos y así calmarla por un tiempo. Entonces llevé los gallos de venta, sabía
que los aficionados me los pagarían mejor, por eso fui al coliseo. Mi mujer
dice que fui a jugar. Pero por vida que no, no fui a jugar. Fui a venderlos.
Pero ya estaba ahí, en el coliseo, en medio de los gritos, las apuestas, las
plumas, los quiquiriquíes, los ¡urra Colorao!, ¡urra Ají Seco! Ustedes
entienden. Eso que sólo los galleros sabemos. Pues cualquiera tiene gallos,
pero no todos son galleros. Parado ahí, con mi gallo entre las manos, aturdido
y embriagado, noto dos ojos negros que me miraban, escondidos en una barba y
unas mechas negrísimas, me hurgaban, me lastimaban, me quemaban. Ahí lo
reconocí. Era el brujo Rivas. La sangre se me heló y un escalofrió me recorrió
de pies a cabeza. El de los ojos, barba y mechas negras, que han de saber,
además, que vestía también de negro se quedó arto rato mirándome ¿a mí? ¿A mi gallo? A mí y a mi gallo.
¿La pelea dices? Ya pues, yo estaba
turbado y por eso no vi que él tenía también un gallo en sus manos. Cuando
reaccioné me di cuenta que su gallo no era negro, como ustedes, seguramente
pensarán. Al contrario: Era blanco. Un blanco precioso, puro grande, altivo,
soberbio… Después algunos dijeron que de hecho el gallo era negro, que había
muerto dos semanas atrás y que en una mesada
había sido vuelto a la vida, a las cuatro y veintiséis de la mañana, entre el rebuznar
del burro, el canto de los gallos, el bufido del toro y la alegría de los
cerros. Había vuelto más poderoso y blanco. Y ese gallo, estaba ahí, frente a
nosotros. Lo único que era igual con su dueño, era la mirada penetrante e
hiriente. No sé de dónde surgió, en mí o en mi gallo, pero un segundo
escalofrió nos recorrió a ambos.
Juguemos, dijo. Tuve la esperanza que no
fuera para mí. Miré a mí alrededor pero no había nadie más. El mundo, la gente,
el coliseo habían desaparecido, en un acto de lo más desconocido, estábamos
solos. Me quedaba en todo, aún la esperanza que no hubiera dicho lo que dijo y
que en verdad yo si escuché, y ahí estaba otra vez repitiéndolo, Topémoslos, y señaló los gallos. No sé
por qué, ni cómo, ni cuándo, y no me pregunten, pero en un repentino movimiento
de labios yo contesté, Ya pues topémoslos.
Eso fue todo. Ya los gallos estaban siendo calzados.
El mundo y la gente aparecieron nuevamente como de la nada. Las apuestas se
gritaban, los asistentes se movían de un lado para otro ¿Y yo? Sin saber qué hacer.
¡Ochocientos soles de apuesta!, cantaron.
¿Ochocientos? O algo así. Cogí a mi
gallo le froté las piernas, le escupí cañazo y le hablé. El brujo también hablaba al Blanco, algo le
decía, una oración, dicen que era el padre nuestro al revés, yo no lo escuché,
estaba diciéndole a mi gallo tienes que ganar y mis palabras más que para el
gallo eran para mí.
Saltaron los gallos. En el círculo el Ajiseco, mi Ajiseco y el Blanco,
el Blanco del brujo. Sonaron los aleteos, volaron las plumas y la pelea estaba
ya.
Los ojos negros miraban detenidamente su
gallo, ahora al Ajiseco, ahora a mí y esa mirada era dura, amenazante. Miré los
gallos y se me pareció, les juro, que el Blanco era más grande, diez veces más,
quizás más y a cada aletazo que daba lanzaba rayos de colores que nos
enceguecían. Nuevamente el mundo desapareció. El juez, la campana, los apostadores,
los borrachines, no estaban. El Ajiseco, el Blanco, el brujo y este humilde
narrador. Nadie más estaba ahí.
Pese a todo, mi gallo paraba bien. Saltó y rosó el ojo del enemigo. Una línea roja
finísima de sangre se empezó a escurrir del Blanco. Éste, sin embargo, le
respondió con una espoleada certera en la pierna derecha. ¡Es mío!, gritó el
dueño, ¡doblo la apuesta!... ¡Doblo! contesté yo, en un repentino aire de coraje,
Total, dije. El Ajiseco había caído, sangraba y el brujo, es decir el gallo, cantaba
ufanándose de un triunfo fácil. ¿Triunfo? Ya quisieran. Fue una caída rápida,
el hijo del Colorao se levantó nuevamente y fue al encuentro. Ambos saltaron,
se empujaron, se abrazaron, es decir se arrimaron,
picó el Blanco, picó el Ajiseco. ¿Cuál cae primero? Otra vez saltaron. Otra vez
y otra vez cayeron. Uno tras de otro y tal como caían se levantaban. Hasta que
en un relampagueo. ¡¡¡Zas!!!, cayó el Blanco y esta vez definitivamente.
Sangró, se sacudió y murió. La mirada
perdida daba hacia mí y se parecía a la de su dueño, pero esta vez los miré
bien y ya no eran tan amenazantes. Y yo al fin acepté que tenía miedo. Miedo a
no sé qué, a los gallos, a los brujos, a la gente, la cual ya apareció y
festejaba el encuentro como el más grande de la historia del coliseo. El brujo
tomó su gallo lo metió en una bolsa y no era tan temible, al contrario, me
pareció bastante sencillo, hasta era agradable. Se dirigió hacia mí y me dijo
véndemelo. Lo miré fijamente y le dije: No, y me fui a mi casa.
miércoles, 29 de abril de 2020
¡CONSTRUYASE LA FELICIDAD!
Había una
vez un Rey que lo tenía todo. Tenía un gran templo hermosamente decorado a oro,
plata, diamantes y muchos objetos más, mucho más hermosos que los anteriores.
Tenía millones de súbditos que iban desde el norte hasta el sur; del este al
oeste de su reino, en una extensión tan grande que
nunca fue medida
porque la numeración no alcanzaba para tanto.
Trataremos
al máximo de no exagerar en este relato, por lo que empezaremos reconociendo una
simple y pequeña, valga la redundancia, exageración de los hechos.
Decíamos:
que este era un Rey que lo tenía todo, lo cual no es cierto en su totalidad,
veamos por qué. Un día, como no era su costumbre, el Rey se despertó muy
temprano. Miró su reluciente vestido con adornos en oro y plata representando
el mundo, su mundo y… ¡ah! estuvo contento. Sus sandalias doradas, finamente
talladas, hechas para un Rey y quedó conforme. Aspiró su perfume real, ¡qué placer!
Miró por su ventana sus dominios y ojos humanos faltaron para tal tarea… ¡Oh
angustia!... Algo, que no sabía de dónde, cayó sobre su mente, su cerebro, su
alma, sus intestinos y todo su ser. Una preocupación. Pero ¿qué preocupación
podría ser ésta, a esta hora tan apacible, en este día tan bello, a este Rey que
lo tenía todo?… Qué tal si..., no… no,
no podría ser… ¿pero? No, no, que idea
más absurda. ¿Cómo puede en la mente de un Rey, más de este Rey, cruzarse la
sola idea de que no lo podría tener todo como él lo creía? ¿De qué a su ya, por cierto, infinita hacienda
le faltase algo?... ¿Le faltase un poco?
¿Le faltase un ápice…? Hasta ahí, con estas preocupaciones del Rey.
Concluimos el primer día.
Decíamos,
valga la insistencia, que este era un Rey que lo tenía todo o, según sus
preocupaciones del día anterior, casi todo. Preocupado nuestro Rey pensó que
era sabiduría y recordó que, desde los filósofos de la Era cósmica hasta los últimos
avances científicos del equipo de Discovery, lo conocía todo. Que conocía la
geografía desde donde inicia su reino hasta donde termina y, eso señores, era
todo lo que existía. Pensó que le faltaría
familia y vino a su mente aquella vez en que él abolió la monogamia, para así
poder tener una simiente abundante. Sería acaso ¿Qué le faltase recreación? No,
¡dos, tres veces no, y las veces que sean necesarias! ¡No podría ser! Pues en su patio mandó hace mucho tiempo
construir réplicas de las más maravillosas atracciones existentes y por existir
del mundo. No podría ser falta de eso la causa de su inquietud. Con estas reflexiones el Rey terminó el
segundo día.
Insistíamos
entonces: éste era un Rey que lo tenía casi todo… Pero ¿qué es casi todo?...
Pues no faltará un filósofo odioso que se anime a decir que el todo está cerca de
la nada o a casi nada, que es el caso de nuestra historia. Sería un casi nada.
Basta de especulaciones, ¡piedad!, ¡respeto!... Si vieran a este Rey que hace
dos días decía tenerlo todo; hoy se atormenta creyendo no tener nada, o casi nada,
o casi todo o la falta de casi todo o la falta
de casi nada.
O la falta… Basta. Insistimos. No es este un ensayo sintáctico, menos axiológico.
Lo cierto es que este Rey está preocupado
y con todos los sinónimos que al término se pueda ajustar. Y con estas
meditaciones el Rey terminó su tercer día.
No me puedo
acongojar, decía. Lo tengo todo, y si algo me falta lo puedo conseguir. Estaba
animado el Rey. Llamó a todos sus consejeros: los sabios y científicos del
reino; llamó a sicólogos y para-sicólogos; filósofos de ocio y oficio; dos
curas entre los que se contaba un Cardenal y a su mamá, que no la había visto
desde hace apenas, como decía él, diez años. Emitió de su voz divina, producto
de su divinidad personal el siguiente edicto (divino también), ¡Averiguar entre
los hombres del mundo, que es lo que me
falta para tenerlo todo! Y así entusiasta nuestro Rey terminó su día cuarto.
Los funcionarios
del Rey, recorrieron el reino averiguando que era lo que le faltaba al Monarca
para tenerlo todo. No quedó ningún rincón por revisar, ninguna aldea por
visitar, ningún testigo por entrevistar, ninguna mente tranquila. Todos los visitados
creyeron que el Rey estaba enfermo. Lo que ocasionó alegrías y disgustos entre
todos. Preocupaciones no. Los sabios del Rey visitaron a las doce del día al
impaciente; perdón, al monarca; a quién sin protocolo, culto o ceremonia,
empezaron a verter sus conclusiones: Un joven del extremo Norte de tu reino
está enamorado de quien no le corresponde y ese ideal lo hace feliz, ¡No puede
ser eso! Yo tengo ideales. Muchos, En el extremo Sur de tu reino un hombre es feliz con
su elefante, ¡Yo tengo mil mascotas, no puede ser eso!, En el extremo
Este de tu reino hay una mujer que disfruta sabiendo las desgracias
de la gente, ¡Yo me entero
de todo lo que pasa en el
reino! No, no puede ser
esto. En el extremo Oeste de tu reino
existe un niño que tiene un caballo alado, Pegaso dice que se llama. Es la
figura más rara y hermosa, ¡No, no puede ser ello, yo tengo una familia de
Pegaso, una familia de unicornios y una familia de centauros! Así continuaron
una por una las conclusiones y el Rey a todo dijo, No.
¡Si algo
falta al Rey, es saber cuánto le quieren los que le rodean! El silencio no se
hizo esperar y estas palabras habrían salido de un viejo gordo, que nadie sabía
quién era, ni quien lo invitó. Las historias de fantasía tienen eso, aparece un
personaje cuando nadie lo espera, pero en este caso lo esperaba el Rey. Ahora
los murmullos. Y el asombro del rey explosionó en un, Sí, sí, sí, sí, eso es.
Soy un rey sabio, apuesto, lo tengo todo y les doy todo ¿pero ¿cómo saber si
les agrado o no les agrado a los que están cerca y lejos de mí? Debo saber si
le agrado a mi pueblo, debo saber si le agrado a mi familia, debo saber quién
me aprecia.
Mi señor
¿quién no te apreciaría? Mi señor eres todo lo que has dicho y mucho más ¿quién
no te apreciará?, dijeron los consejeros como un coro bien ensayado. Mas el Rey
estaba en otra cosa: sí, sí, sí, y las veces
que sean necesarias, sí… Esto se debe saber, ¡Vayan hasta el último rincón
del mundo y averigüen cuanto me aprecia el mundo! Así terminó el día quinto.
Regresaron
más temprano los sabios y dijeron al
Rey que era muy simple; que preguntaron a todo el mundo, contrataron
encuestadoras, hicieron sondeos y todo el mundo apreciaba al Rey. No puede ser
tan simple, replicó el hidalgo, ¡que inventen máquinas de detectar el aprecio de
la gente a su Rey! Como la palabra del Rey, es la palabra de Dios, se inventó
máquinas de detectar el aprecio por su Rey, que funcionaron muy bien. Pero la gente al darse cuenta de
lo que sucedía, respondía con la verdad, aunque disfrazaba los sentimientos, lo
cual descartó la máquina de detectar afecto. Se inventó máquinas para medir los
sentimientos: consistía en someter al individuo interrogado a mediciones de los
latidos del corazón y la respiración, poniendo como estímulo una imagen
fotográfica del Rey. Creyeron que esto
funcionaba, pero lo cierto es que los estímulos no diferenciaban entre el
aprecio o la ira y catalogaba en iguales condiciones a las diferentes
respuestas. No funcionaron, estos y muchos más inventos.
Estos, son
sólo ejemplos de lo que se hizo para averiguar si se apreciaba al Rey o no.
Fueron muchos los inventos. Al final del
día el Rey escuchó los resultados, los cuales fueron tan diversos, ambiguos,
como vagos. Así terminó el Rey su día
sexto.
Al día
séptimo, el Rey se levantó temprano, como en los últimos días venía haciéndolo.
Miró todos sus dominios, apreció lo lindo del bosque, pues siempre ha sido
bosque y siempre ha sido lindo y se quedó mirándolo así eternamente.
domingo, 26 de abril de 2020
POR FALTA DE UN RELOJ /Cuento
La noche está pesada, dijo don Eustaquio, Es cosa tuya, las
noches son todas iguales, le contestó su mujer. El día miércoles, el viejo,
tenía que ir a Ayavaca y desde su casa en Ambasal era obligatoria la madrugada.
Quizá debido a esta razón no siguieron la conversación. Acomodaron el fiambre
en unos manteles blancos y se fueron a dormir. La noche iba a ser corta, apenas
hubo tiempo para un último intento de plática: ¿A qué horas te vas?, dijo ella,
A las tres, dijo él, Esperemos que el gallo no se duerma, dijo ella, Ese gallo
no se duerme, dijo él. Así concluyó el diálogo y la noche también.
Ya cantó el gallo, son las tres, sonó la voz de Don
Eustaquio en la oscuridad y rápidamente se levantó y acomodó sus pantalones, la
camisa blanca nueva y su poncho marrón oscuro con listas blanquiazules. Se
calzó y salió, ensilló la mula, colocó las alforjas en el lomo del animal.
Hasta este momento la mujer no había dicho nada. Acomodó, el marido, los
últimos aperos y se dispuso a montar. Por fin dijo algo la esposa desde la
puerta, Parece que es muy temprano, No creo, los gallos no se equivocan, dijo
el marido, y pese a los años de casados se dio tiempo para una broma, Lo que
pasa es que nos quedó chica la noche. Y emprendió el viaje en su mula.
La ladera fue fácil, eso contó después el
jinete. Subieron la primera cuesta y todo iba bien. La segunda cuesta y nada
digno de narrar. Si, ya pasaron el cruce de la carretera y nada nuevo. En la
quebrada se detuvieron, la bestia debía calmar su sed, sin presagiar ni bestia
ni dueño lo que les tenía preparada la noche. Así es como don Eustaquio narró
los sucesos de aquella funesta madrugada.
… Ya pasé la quebrada y quedaba la última cuesta,
que es la más larga. Entonces algo pasó, el ambiente cambió, la misma sensación
de la noche anterior, el aire se puso
pesado y a lo lejos un coro de
perros lanzó su quejido, como si olieran
algo malo. Sentí miedo, pero me consolé diciéndole al animal, no pasa
nada. En mi mula algo había pasado también; empezó a respirar más rápido y
sudaba, sudaba mucho. No pasa nada me dije y seguí. Más en mi mente aparecieron
las historias de caminantes encantados, de los muertos aparecidos, del diablo
jinete, de los duendes engañadores. Hice un esfuerzo por pensar en otra cosa:
en mi mujer y la despedida, en mis hijos que viven lejos, porque así son los
hijos, conforme se crían se van, quise pensar en la chacra y sus verdes frutos
de maíz. Mas las ideas iban y volvían, y ya no eran sólo las ideas, cada
sombra, cada figura en la oscuridad, cada piedra que blanqueaba, parecían que
me miraban y me invitaban a la locura. No pasa nada, dije, ¿quién sabe para
quién?, Mientras mi mula no se pare…
Y la mula se paró. Resolló fuerte, raspaba
la tierra y no quería avanzar. Ni para atrás ni para adelante. La espoleé, le
crucé cuatro chicotazos, dos en cada anca y la mula olía algo, sentía algo,
veía algo. Le volví a picar y zas, zas, zas, zas, cuatro chicotazos más y la
mula no era con ella. No se movió. Ahora si ya tenía miedo. Hice un último
esfuerzo: ula, ula, ula y cuatro más, la mula dio un salto endemoniado y pasó
corriendo. Ya pasé, dije. Pero algo no andaba bien, alguien estaba detrás mío,
como que se alancó de golpe. Podía sentir su aliento caliente, tan caliente que
me quemaba la nuca. No tengo que voltear, pensé… Ya que duda había, algo malo
estaba detrás de mí. ¿El diablo? ¿El muerto?
La mula también sintió su presencia, su
respiración se agitaba hasta salir por todas las partes de su cuerpo, su
caminar lento demostraba el esfuerzo que hacía por llevar doble peso, seguro
que el animal estaba tan asustado como yo.
Y así de repente siento una mano sobre mi hombro, no debo voltear,
decía, luego otra mano en mi otro hombro y yo firme, no debo voltear. Sus manos
empezaron a quemar. No debo voltear, entonces; ¿qué hacer? recé el padre
nuestro y nada, el santísimo y nada, el buen caminante y nada. El metal asusta
al diablo, había escuchado decir, ¿pero de dónde saco un metal? Ni espada, ni
chaveta llevo. ¡Los cigarros! Recodé que mi compadre Juan Yanayaco contó en el
velorio del finado Segundo Cunya, que el tabaco corría al demonio. Claro no me
acordé de todo en ese ratito pero si me acordé de los tabacos y que tenía
algunos en mi bolsillo. Metí las manos a los bolsillos y mis brazos quemaban
más, saqué de uno de los bolsillos un cigarro y del otro un fósforo, no sé cómo,
pero era de vida o muerte todo o nada. Hasta entonces mis manos quemaban, mis
brazos, el pecho, el estómago, las piernas, todo quemaba, ardía, no sé cómo, les dije, pero
en un último aliento de valor metí el cigarro a la boca, las manos encendieron el fósforo, fósforo al
cigarro y ya estaba lanzando humo en cruz delante y detrás mío. Y algo empezó a
oler horrible. Apestaba y un bulto se descolgó de la mula, como se desprende un
gajo de guineos. La mula, como impulsada por un motor salió disparada. Corriendo. Que cuesta ni que cuesta, la mula
corría y yo seguramente no pesaba nada. En un abrir y cerrar de ojos estuvimos
en Yacupampa. Aún no amanecía. Toqué la puerta de Don Genaro Páucar, con el
miedo vivo dentro de mí, ¿Quién es? Me dijeron de adentro, Eustaquio Aguilera,
contesté. Y me abrieron la puerta…
Así narró la historia nuestro héroe, pues qué
duda cabe es un héroe, porque no muchos
tienen la suerte de toparse
con el diablo y quedar buenos
para contarlo. Hubo una breve
charla entre posadero y peregrino. El peregrino, Deme una posadita; posadero,
¿Por qué tan blanco?; peregrino, ¡Hay hermano me ha salido el diablo!;
posadero, Hombre loco y ¿cómo se te ocurre salir tan temprano?; peregrino,
¿Temprano? ¿Qué hora es?; posadero, Son las tres y media.
Don Eustaquio narró toda la historia a él
y a cuantos más encontró en los siguientes días y noches. Niños, jóvenes,
mujeres, hombres. Se cambiaron algunas cuestas, algunas quebradas, algunos
datos de la despedida se agregaban, se quintaban. En fin; cosas que tienen las historias. Eso sí,
siempre finalizaba su relato de la siguiente manera, Y al otro día me compré un
reloj.
martes, 21 de abril de 2020
QUÉ TAL SANTO / Cuento
Eran las diez de la mañana de un día alegre de
mayo. Los árboles, resplandecientes en verdor y alegría, festejaban con sus
hojas radiantes el contacto con el sol; presuntuoso sol que danzaba en el
celeste infinito dando gritos dorados para que la humanidad y la naturaleza
recuerden su luz. Doña Felicita Jiménez se afanaba yendo para allá y para acá
en los preparativos para la fiesta de San Juan. Y sabrán señores, que los
preparativos para la fiesta de este fecundo Santo no es cosa fácil. Preparar
las tortillas de trigo, los mazapanes de maíz. Bocadillos que, luego de ser
asados en un tiesto, son la sensación de la fiesta junto con el queso trozado
en pequeños cubitos blancos. Cocinar el guarapo, que antes fue sacado del trapiche
de Don Humberto, aquel viejo redondo que parecía cualquier cosa menos persona.
En fin, tantas tareas que la Santera, Síndica o cómo le quieran llamar a la
persona responsable del festejo sagrado a San Juan tenía que realizar. Y
precisamente Doña Felicita era Síndica, cargo que había heredado desde su
tatarabuela y que de generación en generación llegaba hasta ella como una bendición
de Dios. A veces, cuando la falta de fe
nos invade, nuestra blasfemia nos invade y pensamos que tanto sacrificio por un
Santo que ni se mueve y tantos años que tiene; si realmente valdrá la pena...
¡Virgen Santísima! ¡Qué de pensamientos son esos! Es inconcebible en una mujer
como ésta, el poder pensar de tal manera.
Los quehaceres de toda mujer son difíciles y si
a esto le añadimos el que esta mujer tiene el divino encargo de cuidar la buena
imagen de un Santo, la cosa es más difícil aún. Sí que son agitadas sus
jornadas. Lleva ya cuatro días en estos menesteres, cuatro días que no pega
bien los ojos, cuatro días que va de un lado para el otro; con la mente en la
fiesta y el Santo en la boca…
Tanta distracción tendría, obviamente, que traer
consecuencias. La familia de Felicita está incomprensible con ella. Tanta
atención al Santo y tus hijos que mueren de hambre, reclama de vez en cuando Don
Juan. No. No es el Santo; sino que por esas casualidades propias de la vida y
más común en las historias; el marido de Felicita se llama así. Y qué no diera
este Juan porque lo atendiesen como al otro… Al Santo, nos referimos al Santo.
A esta mujer nada la distrae, ni siquiera indirectas de su Juan terrenal y
carnal; en fin, a éste lo complace luego, pero a San Juan no. Además, el Santo tiene
la fama de ser bravísimo ¿cuántas chacras no se han quemado por su ira?
¿Cuántos animales no han sucumbido al influjo de su mirada castigadora? No. Con
este Santo no hay cómo, ni por qué.
La
fiesta de San Juan es una fiesta muy sonada en la zona. Peregrinos desde el
país vecino vienen a visitar y cumplir con su promesa. ¡Qué tal fiesta! Y la
que nos espera este año no es para menos.
Ya cansado de la desatención de su esposa,
Juan, el terrenal, le increpa en la víspera de la fiesta a su mujer, Tanta
vaina por un pedazo de palo, mientras tus hijos están tan
flacos que en lugar de ponerle velas al Santo, vamos a terminar poniéndoles
a nuestros hijos cuando mueran. Mujer desconsiderada, ¡Ave María Purísima! ¿Qué
estás diciendo Juan? calla y persígnate esa boca cochina ¿cómo vas hablar así?
¿No sabes que Sanjuancito escucha en todos los lugares?, ¡Qué Sanjuancito ni Sanjuancito,
la madera no oye, no come y no gasta!, ¡Hombre condenao! mira que San juancito
te puede castigar. Mira que el San Juan sí que es bravo.
Como dicen que la boca no sirve ni para comer. Por
lo menos así dice la gente fatalista que cree en eso de los castigos; y como
esta es una historia de castigos… Meses atrás Doña Felicita había convencido a
Juan para que donara el toro “colorao”, que sería sacrificado para la fiesta y
rematado en homenaje al fecundo Santo de 30 centímetros. No faltará quien diga
que es más grande, las cuestiones de fe tienen eso: engrandecen o empequeñecen
a quien quieren, si así funcionaran otras cosas, otra cosa seria el mundo.
En la soledad del cuarto don Juan acaricia a su
mujer. Ella, cansada, alcanza a echar un suspiro que invade la habitación toda
olorosa a comida, Felicita, Felicita despierta, despierta. Felicita entre
dormida, Deja dormir y quita las manos de ahí, Felicita, Felicita. Don Juan es
insistente, precisamente esa insistencia la hizo su mujer y ahora no le va a
fallar, Mujer, mujer, despierta; mira que los churres están dormidos. La
insistencia de Juan era tan grande, que sólo se comparaba con el cansancio de Felicita.
Ella molesta, Juan deja dormir que mañana es la fiesta y hay muchas cosas que
hacer así que más vale descansar; mejor preocúpate por madrugar a traer al
“colorao” que es para nuestro señor.
Esto es el colmo de los colmos; que tu mujer te
olvide en el día por cocinarle a un Santo, que descuide a los hijos por hacerle
los vestidos al Santo, que se despreocupe de la casa por preocuparse por el Santo;
es hasta cierto punto entendible o por lo menos, no irritante; pero que, en la
cama, en la tranquilidad de la noche y en las cosas que son sagradas en el
matrimonio… ¡A no! Hasta aquí este Santo se extralimitó. Mira que interferir en
la sagrada intimidad de una pareja. Don Juan ahora sí que está molesto, debió
haber cambiado de color; pero la oscuridad no nos permite corroborar lo dicho;
sólo una frase se escuchó, quizás producto de sus celos, ¡Santo de mierda para
que quiere la carne de mi toro si ni se la va a comer, este toro mejor lo
guardo para mí! Felicita no le prestó más atención de la que ella creía necesaria.
En fin; cansada, siguió durmiendo. De Don Juan no sabemos, quizá no durmió bien
esa noche.
Temprano, la síndica, no se percató de la
actitud de su marido. ¿Juan, ya fuiste a traer el toro? Miren que las palabras,
a veces, cuando menos intención ofensiva tienen, pueden desatar las respuestas más
inesperadas si es que el ánimo de nuestro interlocutor no está en el punto que
la ocasión requiere, lo cual puede desencadenar desde una riña pasajera hasta
una desgracia divina. En este caso así fue, Estás loca, ese toro es mío; yo lo
he criado y no se lo voy a dar a un pedazo de madera, por más nombre mío que
lleve. Anonadada, la Santera replicó, Cruz-Santísima-caiga-sobre-mí ¿cuántos
años que vengo sirviendo a mi señor para que tus caprichos me pongan mal ante
sus ojos? Pero él, y señalando el cielo, Él es testigo que no soy yo, eres tú,
ahora mismo me voy a servirle a mi San Juan, quédate con tu toro, pero ya sabes
que el que primero da y luego quita es el diablo quien desquita. Con estas sabias
y apocalípticas palabra Doña Felicita abandonó el abrigo del hogar y se dirigió
hasta el pueblo, donde el ruido y el ajetreo de la fiesta la esperaban.
Qué santo ni que santo, protestó Don Juan. De
pronto le asaltó la preocupación sobre si las palabras de su mujer tendrían
algún efecto en el destino, bueno no tanto las palabras de su mujer; sino los
deseos de venganza del santo. Es curioso el decirlo, pero de un tiempo a esta
parte los santos que se supone representan el amor se han vuelto muy vengativos
y medio malos. No, No Juan cómo vas a pensar eso; ya no es tiempo de echarse
para atrás, tú decidiste que los palos no sienten y nada más hay que decir.
Dirigió sus pasos hacia donde pudiera observar la huerta y todos los ángulos de
su potrero, que dicho sea de paso no era tan grande. Pese a su decidida
voluntad de no ceder en malos pensamiento con respecto a su mujer, el santo y
la fiesta, no podía evitar pensar que allá en el panteón de santos, este hecho
le podría restar méritos frente a los responsables de guiar la vida de los
mortales, porque una cosa es pelearse con un santo y otra declarar la guerra a
la divinidad en su conjunto. Absorto en esas cuestiones filosóficas no oyó, en
primera, la voz de su hijo que a lo lejos le gritaba algo. Algunas frases que
pese al buen oído de Don Juan eran imperceptibles. Lo que si era seguro, es que
estaba relacionado a los animales, el toro y el maizal. José, su hijo de doce
años, agitaba los brazos y emitía el grave anuncio, Pa … los animales se han metido
al maizzzzz… Los animales se han metido al maíz ¿los animales se han metido al
maíz?
Don Juan siempre ha sido un hombre sereno que
trata al máximo de no preocuparse demasiado por lo que le salta en primera a la
vista; así que esperó que llegara su hijo y ya más cercano, sin la intromisión
del viento que suele disfrazar el verdadero mensaje a grandes distancias,
aunque en este caso que no hubiese dado porque el mensaje fuera distorsionado.
Preguntó a su hijo sobre lo que quería decir. Las vacas se han metido al maizal
y se han comido todo, fue la respuesta de su hijo. Está consumado, está hecho,
las vacas se han metido al maizal y se han comido todo, retumbó en los oídos y
en el alma de aquel hombre que se ensimismaba buscando una explicación lógica,
lógica si es que este hombre conoce
el termino lógico, diremos una
explicación que esté de
acuerdo con las creencias de este
hombre pecador como diría
su mujer, pero castigado como lo ve
su hijo. Suerte para el niño tener un padre tan reflexivo. No hubo
quejas, lamentos, censura. Se sentó en una esquina del patio, nos referimos al
padre, sobre un apero
viejo y cual un detective, filósofo
u cualquier oficio que requiera
meditación, empezó a indagar sobre lo ocurrido.
¿Quién tiene la culpa? Se preguntó así mismo.
¿Alguien tiene que ser culpable? Y no se equivocaba en asegurarlo. Mas sin
saber acababa de desencadenar una serie de interrogantes que luego, quizá,
desearía no tener. Si hay un culpable tiene que ser mi hijo. Mi hijo es el
responsable ¿por qué no se levantó más temprano? bien sabía que tenía que ir a
cuidar el maizal. Él, sólo él, es el responsable de tal tragedia. No podía ser,
eso no es de hombres, echar la culpa a un niño de doce años; en fin, él es niño
y que podría hacer, además es posible que el delito se haya cometido en la
noche. Que curiosa forma de interpretar, sólo se hizo dos preguntas y ya habla de
manera, dramáticamente, policiaca. Mi mujer, si no hubiera estado tanto tiempo
preocupándose por un Santo, habríamos estado pendientes de todo lo que ocurría
con los animales. ¡Pero no! Tenía que estar ocupada cosiendo, cocinando,
bordando ¿para qué? Otro u otra no podría ser culpable, tiene que ser
ella. ¿Pero?… Ella no tiene la
responsabilidad de la chacra, si bien es cierto que su descuido repercute en la
casa, no pasa más allá de ésta. Otro debe ser el culpable. Otro u otros, en
plural. Claro ¿por qué tiene que ser sólo uno? ¿Pero quiénes pueden ser varios
y capaces de ser culpables de tal acto? Claro que tontería, los culpables
estuvieron ahí siempre; si es que no están todavía en la escena del crimen,
acabando con lo último del cuerpo del delito. Sigue con la manía de hablar policiacamente.
Animales. ¿Quiénes sino ellos? ¡Animales del demonio! que se meten a los
maizales como que si fueran personas dispuestas a hacer daño. Que curiosa
comparación, los animales parecerse a los humanos. Pero debe ser así. Ellos,
animales tendrían que ser. Y precisamente porque son animales Juan descartó la
posibilidad que sean ellos. En fin, ellos sólo se guían por la voluntad de Dios
y si fuese así, el responsable tendría que ser Dios… ¡No tanto! El escepticismo
de este hombre no llegaría al grado de cuestionar a Dios. Dios no tendría
tiempo de ocuparse de pequeñeces; habiendo tanto que hacer en el mundo. Él no
podría darse tiempo para algo así. Momento, momento ¿quién capaz de cambiar el
orden natural de las cosas puede estar cerca de tan desagradable situación? De
hecho. Ahora está como el agua. El Santo.
San Juan. Este Santo que, en la mañana-madrugada, había sido víctima de un
sacrilegio por parte de Juan. Si, San Juan en venganza de lo dicho y pensado
por el marido de su servidora aplicó su venganza. Su cruel venganza.
Don Juan, lejos de temer por la muestra de
poder que su tocayo divino le expresaba reaccionó con mucha más ira. ¡Santo de
mierda! ¿Acaso tú siembras el maíz? Y para expresarle que no tenía miedo, menos
que estaba vencido, acudió a un último recurso, la ironía. ¡Menos mal que no te
di mi toro! ¡Es mío y sólo mío! Esto último lo dijo ya en son de burla. Ni
siquiera había terminado el segundo mío, cuando su hijo, que se convertía en el
ave de malagüero de su padre, le decía temeroso, Todos los animales están, pero
falta el toro colorado. ¡Desgracia de desgracias! Mi toro, que diga, el toro de
Sanjuancito; si, de Sanjuancito, el resto es un mal entendido. ¿Cómo no va
estar? vamos a buscar. Palabras y cara le faltaban a este hombre por disculparse
ante el gigante de 30 centímetros. Dicen que no hay que escupir al cielo porque
te caerá en la cara, era cierto con la única, pequeña y gran diferencia, que el
Santo aprovechando de su condición, no devolvía el escupitajo; sino una lluvia
de desgracias. Pues un escupitajo a lo mucho te molesta.
Juro
Sanjuancito que te daré tu toro, si es que aparece. Eso denlo por hecho. El
toro ya no era de Juan; sino de San Juan, por tanto, formaba desde ahora parte
del rebaño divino.
Encontraron al toro acostado frente a una
quebrada pues según se percató don Juan: de tanto comer maíz, al toro le dio
mucha sed, de la mucha sed, tomó mucha agua, de la mucha agua, se puso muy
pesado y de muy pesado no pudo salir de la quebrada. Don Juan, ya más calmado,
estableció toda la relación de los hechos y no le quedó más que admirar al Santo
pues como él mismo dijo, Hay que aplaudir al Santo porque sabe cómo hacer las
cosas.
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