martes, 21 de abril de 2020

QUÉ TAL SANTO / Cuento


Eran las diez de la mañana de un día alegre de mayo. Los árboles, resplandecientes en verdor y alegría, festejaban con sus hojas radiantes el contacto con el sol; presuntuoso sol que danzaba en el celeste infinito dando gritos dorados para que la humanidad y la naturaleza recuerden su luz. Doña Felicita Jiménez se afanaba yendo para allá y para acá en los preparativos para la fiesta de San Juan. Y sabrán señores, que los preparativos para la fiesta de este fecundo Santo no es cosa fácil. Preparar las tortillas de trigo, los mazapanes de maíz. Bocadillos que, luego de ser asados en un tiesto, son la sensación de la fiesta junto con el queso trozado en pequeños cubitos blancos. Cocinar el guarapo, que antes fue sacado del trapiche de Don Humberto, aquel viejo redondo que parecía cualquier cosa menos persona. En fin, tantas tareas que la Santera, Síndica o cómo le quieran llamar a la persona responsable del festejo sagrado a San Juan tenía que realizar. Y precisamente Doña Felicita era Síndica, cargo que había heredado desde su tatarabuela y que de generación en generación llegaba hasta ella como una bendición de Dios.  A veces, cuando la falta de fe nos invade, nuestra blasfemia nos invade y pensamos que tanto sacrificio por un Santo que ni se mueve y tantos años que tiene; si realmente valdrá la pena... ¡Virgen Santísima! ¡Qué de pensamientos son esos! Es inconcebible en una mujer como ésta, el poder pensar de tal manera.
Los quehaceres de toda mujer son difíciles y si a esto le añadimos el que esta mujer tiene el divino encargo de cuidar la buena imagen de un Santo, la cosa es más difícil aún. Sí que son agitadas sus jornadas. Lleva ya cuatro días en estos menesteres, cuatro días que no pega bien los ojos, cuatro días que va de un lado para el otro; con la mente en la fiesta y el Santo en la boca…
Tanta distracción tendría, obviamente, que traer consecuencias. La familia de Felicita está incomprensible con ella. Tanta atención al Santo y tus hijos que mueren de hambre, reclama de vez en cuando Don Juan. No. No es el Santo; sino que por esas casualidades propias de la vida y más común en las historias; el marido de Felicita se llama así. Y qué no diera este Juan porque lo atendiesen como al otro… Al Santo, nos referimos al Santo. A esta mujer nada la distrae, ni siquiera indirectas de su Juan terrenal y carnal; en fin, a éste lo complace luego, pero a San Juan no. Además, el Santo tiene la fama de ser bravísimo ¿cuántas chacras no se han quemado por su ira? ¿Cuántos animales no han sucumbido al influjo de su mirada castigadora? No. Con este Santo no hay cómo, ni por qué.
La fiesta de San Juan es una fiesta muy sonada en la zona. Peregrinos desde el país vecino vienen a visitar y cumplir con su promesa. ¡Qué tal fiesta! Y la que nos espera este año no es para menos.
Ya cansado de la desatención de su esposa, Juan, el terrenal, le increpa en la víspera de la fiesta a su mujer, Tanta vaina por un pedazo de palo, mientras tus hijos están  tan  flacos que en lugar de ponerle velas al Santo, vamos a terminar poniéndoles a nuestros hijos cuando mueran. Mujer desconsiderada, ¡Ave María Purísima! ¿Qué estás diciendo Juan? calla y persígnate esa boca cochina ¿cómo vas hablar así? ¿No sabes que Sanjuancito escucha en todos los lugares?, ¡Qué Sanjuancito ni Sanjuancito, la madera no oye, no come y no gasta!, ¡Hombre condenao! mira que San juancito te puede castigar. Mira que el San Juan sí que es bravo.
Como dicen que la boca no sirve ni para comer. Por lo menos así dice la gente fatalista que cree en eso de los castigos; y como esta es una historia de castigos… Meses atrás Doña Felicita había convencido a Juan para que donara el toro “colorao”, que sería sacrificado para la fiesta y rematado en homenaje al fecundo Santo de 30 centímetros. No faltará quien diga que es más grande, las cuestiones de fe tienen eso: engrandecen o empequeñecen a quien quieren, si así funcionaran otras cosas, otra cosa seria el mundo.
En la soledad del cuarto don Juan acaricia a su mujer. Ella, cansada, alcanza a echar un suspiro que invade la habitación toda olorosa a comida, Felicita, Felicita despierta, despierta. Felicita entre dormida, Deja dormir y quita las manos de ahí, Felicita, Felicita. Don Juan es insistente, precisamente esa insistencia la hizo su mujer y ahora no le va a fallar, Mujer, mujer, despierta; mira que los churres están dormidos. La insistencia de Juan era tan grande, que sólo se comparaba con el cansancio de Felicita. Ella molesta, Juan deja dormir que mañana es la fiesta y hay muchas cosas que hacer así que más vale descansar; mejor preocúpate por madrugar a traer al “colorao” que es para nuestro señor.
Esto es el colmo de los colmos; que tu mujer te olvide en el día por cocinarle a un Santo, que descuide a los hijos por hacerle los vestidos al Santo, que se despreocupe de la casa por preocuparse por el Santo; es hasta cierto punto entendible o por lo menos, no irritante; pero que, en la cama, en la tranquilidad de la noche y en las cosas que son sagradas en el matrimonio… ¡A no! Hasta aquí este Santo se extralimitó. Mira que interferir en la sagrada intimidad de una pareja. Don Juan ahora sí que está molesto, debió haber cambiado de color; pero la oscuridad no nos permite corroborar lo dicho; sólo una frase se escuchó, quizás producto de sus celos, ¡Santo de mierda para que quiere la carne de mi toro si ni se la va a comer, este toro mejor lo guardo para mí! Felicita no le prestó más atención de la que ella creía necesaria. En fin; cansada, siguió durmiendo. De Don Juan no sabemos, quizá no durmió bien esa noche.
Temprano, la síndica, no se percató de la actitud de su marido. ¿Juan, ya fuiste a traer el toro? Miren que las palabras, a veces, cuando menos intención ofensiva tienen, pueden desatar las respuestas más inesperadas si es que el ánimo de nuestro interlocutor no está en el punto que la ocasión requiere, lo cual puede desencadenar desde una riña pasajera hasta una desgracia divina. En este caso así fue, Estás loca, ese toro es mío; yo lo he criado y no se lo voy a dar a un pedazo de madera, por más nombre mío que lleve. Anonadada, la Santera replicó, Cruz-Santísima-caiga-sobre-mí ¿cuántos años que vengo sirviendo a mi señor para que tus caprichos me pongan mal ante sus ojos? Pero él, y señalando el cielo, Él es testigo que no soy yo, eres tú, ahora mismo me voy a servirle a mi San Juan, quédate con tu toro, pero ya sabes que el que primero da y luego quita es el diablo quien desquita. Con estas sabias y apocalípticas palabra Doña Felicita abandonó el abrigo del hogar y se dirigió hasta el pueblo, donde el ruido y el ajetreo de la fiesta la esperaban.
Qué santo ni que santo, protestó Don Juan. De pronto le asaltó la preocupación sobre si las palabras de su mujer tendrían algún efecto en el destino, bueno no tanto las palabras de su mujer; sino los deseos de venganza del santo. Es curioso el decirlo, pero de un tiempo a esta parte los santos que se supone representan el amor se han vuelto muy vengativos y medio malos. No, No Juan cómo vas a pensar eso; ya no es tiempo de echarse para atrás, tú decidiste que los palos no sienten y nada más hay que decir. Dirigió sus pasos hacia donde pudiera observar la huerta y todos los ángulos de su potrero, que dicho sea de paso no era tan grande. Pese a su decidida voluntad de no ceder en malos pensamiento con respecto a su mujer, el santo y la fiesta, no podía evitar pensar que allá en el panteón de santos, este hecho le podría restar méritos frente a los responsables de guiar la vida de los mortales, porque una cosa es pelearse con un santo y otra declarar la guerra a la divinidad en su conjunto. Absorto en esas cuestiones filosóficas no oyó, en primera, la voz de su hijo que a lo lejos le gritaba algo. Algunas frases que pese al buen oído de Don Juan eran imperceptibles. Lo que si era seguro, es que estaba relacionado a los animales, el toro y el maizal. José, su hijo de doce años, agitaba los brazos y emitía el grave anuncio, Pa … los animales se han metido al maizzzzz… Los animales se han metido al maíz ¿los animales se han metido al maíz?
Don Juan siempre ha sido un hombre sereno que trata al máximo de no preocuparse demasiado por lo que le salta en primera a la vista; así que esperó que llegara su hijo y ya más cercano, sin la intromisión del viento que suele disfrazar el verdadero mensaje a grandes distancias, aunque en este caso que no hubiese dado porque el mensaje fuera distorsionado. Preguntó a su hijo sobre lo que quería decir. Las vacas se han metido al maizal y se han comido todo, fue la respuesta de su hijo. Está consumado, está hecho, las vacas se han metido al maizal y se han comido todo, retumbó en los oídos y en el alma de aquel hombre que se ensimismaba buscando una explicación lógica, lógica  si es que este hombre  conoce  el termino lógico, diremos  una explicación que  esté  de  acuerdo con las creencias  de  este  hombre  pecador  como diría  su mujer, pero castigado  como  lo ve  su hijo. Suerte para el niño tener un padre tan reflexivo. No hubo quejas, lamentos, censura. Se sentó en una esquina del patio, nos referimos al padre, sobre  un  apero  viejo y  cual un detective, filósofo u cualquier oficio que requiera  meditación, empezó  a indagar  sobre lo ocurrido.
¿Quién tiene la culpa? Se preguntó así mismo. ¿Alguien tiene que ser culpable? Y no se equivocaba en asegurarlo. Mas sin saber acababa de desencadenar una serie de interrogantes que luego, quizá, desearía no tener. Si hay un culpable tiene que ser mi hijo. Mi hijo es el responsable ¿por qué no se levantó más temprano? bien sabía que tenía que ir a cuidar el maizal. Él, sólo él, es el responsable de tal tragedia. No podía ser, eso no es de hombres, echar la culpa a un niño de doce años; en fin, él es niño y que podría hacer, además es posible que el delito se haya cometido en la noche. Que curiosa forma de interpretar, sólo se hizo dos preguntas y ya habla de manera, dramáticamente, policiaca. Mi mujer, si no hubiera estado tanto tiempo preocupándose por un Santo, habríamos estado pendientes de todo lo que ocurría con los animales. ¡Pero no! Tenía que estar ocupada cosiendo, cocinando, bordando ¿para qué? Otro u otra no podría ser culpable, tiene que ser ella.  ¿Pero?… Ella no tiene la responsabilidad de la chacra, si bien es cierto que su descuido repercute en la casa, no pasa más allá de ésta. Otro debe ser el culpable. Otro u otros, en plural. Claro ¿por qué tiene que ser sólo uno? ¿Pero quiénes pueden ser varios y capaces de ser culpables de tal acto? Claro que tontería, los culpables estuvieron ahí siempre; si es que no están todavía en la escena del crimen, acabando con lo último del cuerpo del delito. Sigue con la manía de hablar policiacamente. Animales. ¿Quiénes sino ellos? ¡Animales del demonio! que se meten a los maizales como que si fueran personas dispuestas a hacer daño. Que curiosa comparación, los animales parecerse a los humanos. Pero debe ser así. Ellos, animales tendrían que ser. Y precisamente porque son animales Juan descartó la posibilidad que sean ellos. En fin, ellos sólo se guían por la voluntad de Dios y si fuese así, el responsable tendría que ser Dios… ¡No tanto! El escepticismo de este hombre no llegaría al grado de cuestionar a Dios. Dios no tendría tiempo de ocuparse de pequeñeces; habiendo tanto que hacer en el mundo. Él no podría darse tiempo para algo así. Momento, momento ¿quién capaz de cambiar el orden natural de las cosas puede estar cerca de tan desagradable situación? De hecho.  Ahora está como el agua. El Santo. San Juan. Este Santo que, en la mañana-madrugada, había sido víctima de un sacrilegio por parte de Juan. Si, San Juan en venganza de lo dicho y pensado por el marido de su servidora aplicó su venganza. Su cruel venganza.
Don Juan, lejos de temer por la muestra de poder que su tocayo divino le expresaba reaccionó con mucha más ira. ¡Santo de mierda! ¿Acaso tú siembras el maíz? Y para expresarle que no tenía miedo, menos que estaba vencido, acudió a un último recurso, la ironía. ¡Menos mal que no te di mi toro! ¡Es mío y sólo mío! Esto último lo dijo ya en son de burla. Ni siquiera había terminado el segundo mío, cuando su hijo, que se convertía en el ave de malagüero de su padre, le decía temeroso, Todos los animales están, pero falta el toro colorado. ¡Desgracia de desgracias! Mi toro, que diga, el toro de Sanjuancito; si, de Sanjuancito, el resto es un mal entendido. ¿Cómo no va estar? vamos a buscar. Palabras y cara le faltaban a este hombre por disculparse ante el gigante de 30 centímetros. Dicen que no hay que escupir al cielo porque te caerá en la cara, era cierto con la única, pequeña y gran diferencia, que el Santo aprovechando de su condición, no devolvía el escupitajo; sino una lluvia de desgracias. Pues un escupitajo a lo mucho te molesta.
Juro Sanjuancito que te daré tu toro, si es que aparece. Eso denlo por hecho. El toro ya no era de Juan; sino de San Juan, por tanto, formaba desde ahora parte del rebaño divino.

Encontraron al toro acostado frente a una quebrada pues según se percató don Juan: de tanto comer maíz, al toro le dio mucha sed, de la mucha sed, tomó mucha agua, de la mucha agua, se puso muy pesado y de muy pesado no pudo salir de la quebrada. Don Juan, ya más calmado, estableció toda la relación de los hechos y no le quedó más que admirar al Santo pues como él mismo dijo, Hay que aplaudir al Santo porque sabe cómo hacer las cosas.




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